La puerta cedió de golpe y se encontró en una pequeña habitación oscura y llena de cajas de diferentes tamaños. Cuando las iluminó se dio cuenta de que, además del lío en que se había metido, tenía un problema.
¡Vaya rollo!, pensó Francisco al despertar en una cama extraña. Las vacaciones en la playa fastidiadas por la crisis y yo al pueblo, donde se aburren hasta las ovejas.
Tras la separación de sus padres habían tenido que organizarse y a él le había tocado ir una semana al pueblo con su padre, lo que para cualquier adolescente de quince años era prácticamente el destierro, ya que un pueblo de menos de trescientos habitantes era como veranear en el desierto del Gobi.
Desayunó en el patio, donde su abuela ya preparaba la comida. El día prometía ser caluroso, por lo que no convenía demorar las faenas.
–Bueno abuela, me voy a la huerta, ayer prometí a papá que cavaría el rincón junto a la tapia a cambio de que esta noche me lleve al cine de verano. Ya sabes cómo es, si no cumplo no me lleva, ¡tu hijo es un negrero!
–Anda no digas barbaridades y ten cuidado no vayas a hacerte daño. Comeremos cuando vuelva tu padre de la ciudad, no te retrases.
La huerta había sido el último proyecto en común de sus padres. Compraron un solar con una casa en ruinas, con la intención de hacer una pequeña huerta y un merendero. Del proyecto inicial seguía en pie lo de la huerta y para ello había que limpiar de escombros y cavar una buena porción de duro terreno. La tarde anterior su padre le había marcado la zona a cavar; las lluvias de la tormenta reciente habían ablandado la tierra, facilitando esa labor.
Una vez en la huerta cogió una azada del pequeño porche donde guardaban las herramientas. No era la primera vez que la usaba y lo hacía bastante bien, o al menos eso decía su padre, aunque estaba convencido de que se lo decía para engatusarle y que trabajara más. Se dirigió al rincón señalado y empezó a cavar poco a poco, con ritmo, tal y como le había enseñado el abuelo antes de morir. Siempre se habían llevado muy bien y echaba de menos sus consejos e historias populares.
La lluvia había reblandecido el terreno y la azada penetraba sin demasiados problemas en los restos de tierra y adobes que habían sido las paredes de la vivienda. Un golpe sordo le aviso de que había dado con algo duro, seguramente una piedra de mayor tamaño. No era nada raro, solo tenía que cavar alrededor para dejarla al descubierto y luego sacarla o pedir ayuda a su padre si no podía solo. Se puso con ello y al despejar el terreno advirtió que había dado con una especie de lápida.
Quizá debería haber parado y esperar a su padre, pero la curiosidad pudo más. Consiguió dejar libres los bordes y calculó que mediría unos cincuenta centímetros de ancho por un metro de largo. Lo último que quedó al descubierto fue una especie de muesca que parecía pensada para poner una argolla o una cuerda con el fin de facilitar la retirada de la piedra.
Sus años en un grupo scout le habían enseñado a tomar decisiones, a usar herramientas y cuerdas y a buscar soluciones imaginativas para problemas como el que tenía entre manos. Buscó una cuerda, la pasó por la hendidura y la ató, luego pasó el extremo opuesto por la viga que soportaba el porche y comenzó a tirar. Al principio no se movía, pero tras un par de tirones bruscos, noto que cedía y que se levantaba lo suficiente como para poder meter debajo el mango de la azada, con lo que lo más difícil estaba conseguido. Con algo más de esfuerzo consiguió elevar la piedra hasta que quedó casi vertical y a continuación sujetó la cuerda a un saliente junto al porche.
Bajo la losa comenzaba una escalera de tierra que descendía en la oscuridad. De nuevo su curiosidad peso más que la sensatez y, tras coger una linterna que guardaban con las herramientas, empezó a bajar la escalera iluminado por la luz que penetraba por la abertura.
Tras unos veinticinco o treinta escalones la escalera finalizó en un arco y un pasadizo más ancho. La oscuridad ya era casi total, por lo que encendió la linterna para ver donde pisaba. El suelo y las paredes eran de tierra allanada y el pasillo descendía paulatinamente dirigiéndose hacia el centro del pueblo. Sin pensárselo dos veces comenzó a caminar despacio, iluminando al frente.
En el exterior, la cuerda comenzó a ceder y se soltó. La piedra cayó con fuerza y arrastró la tierra debilitada por las lluvias recientes, produciéndose un desprendimiento que cegó la entrada. Al oír el estruendo se pegó a la pared hasta que finalizó, después retrocedió lentamente hasta el pie de la escalera para confirmar que no podría salir por allí. Su primera reacción fue sacar el móvil, comprobando que no había cobertura. No tenía más remedio que seguir el pasadizo esperando que tuviera otra salida. Confiaba en que su padre, al ver el derrumbamiento, buscaría ayuda y le liberarían. Aparte de las telarañas y la suciedad acumulada, parecía que no había problemas para respirar y además tenía la linterna y el móvil.
Eran más de las dos cuando Jorge, el padre de Francisco, llegó a casa a comer. Al ver que todavía no había vuelto se acercó a la huerta. Entre un montón de tierra y escombros que antes no estaban, sobresalía una cuerda, por lo que se temió lo peor. Tras gritar varias veces su nombre y no recibir respuesta, corrió a buscar ayuda. Pronto reunió a algunos vecinos y comenzaron a retirar tierra, mientras llegaba al pueblo el equipo de emergencias solicitado por el alcalde. Desde la central les indicaron que únicamente se limitaran a retirar los escombros superficiales, para no producir más daños.
Tras recorrer unos doscientos metros el pasadizo desembocó en una pared, donde tres escalones de piedra permitían acceder a una puerta de madera cerrada. La cruzó y penetró en una estancia amplia que le recordó una capilla, aunque de techo más bajo. Las paredes, forradas de paneles de madera oscura, estaban cubiertas de polvo y telarañas y en el centro había varios bancos bajos frente a un sencillo púlpito, sobre el que destacaba un candelabro con tres cabos de vela. Con el fin de economizar pilas buscó algo para encenderlas. Había heredado de su abuelo la costumbre de guardarlo todo por si acaso, por lo que rebuscó en sus numerosos bolsillos hasta encontrar un mechero que recordaba vagamente haber recogido del suelo el día anterior. Para su sorpresa funcionó, y al encender las velas descubrió un arcón que no había visto. Contenía libros, legajos y quizá alguna cosa más, pero no era el momento de explorarlo en profundidad, sino de buscar una salida.
Los expertos habían llegado a la huerta donde estaban montando una estructura para facilitar la extracción de tierra y poder descender, aunque la operación era lenta para evitar más derrumbamientos y Jorge estaba cada vez más desesperado. Se ponía en lo peor y se culpabilizaba por haber mandado a su hijo a cavar sin estar presente.
Caminaba despacio cerca de la pared cuando las llamas oscilaron indicando una corriente de aire. Al acercar más la luz y limpiar las telarañas, descubrió una rendija que parecía enmarcar una puerta, aunque sin ningún sistema de apertura visible. Golpeó el panel y sonó a hueco, quizá era la salida que buscaba. Rebuscó en el arcón pero no encontró nada que pudiera servirle para abrirlo, por lo que optó por coger uno de los bancos y, utilizándolo como ariete, golpeó repetidamente y con todas sus fuerzas la pared de madera. A pesar de los golpes ésta no cedió y, agotado, dejo caer el banco.
Cuando el acceso parecía despejado y el equipo de rescate se estaba equipando para entrar, uno de los puntales cedió, produciéndose un efecto dominó que volvió a llenar la abertura de tierra y piedras, dejándola peor que al principio.
El rumor del nuevo derrumbamiento lo espabiló. Llevaba más de seis horas allí abajo y sabía que su familia estaría muy preocupada. Cómo la fuerza bruta no funcionaba, limpió mejor los bordes de la hendidura y observó que en un determinado punto, a la altura de la vista, la madera estaba más desgastada que en el resto. Al apoyar allí la mano notó como algo cedía y que el panel se liberaba. Al empujar con más fuerza rotó sobre un lado, dando acceso a una pequeña habitación oscura y llena de cajas de diferentes tamaños. Cuando las iluminó se dio cuenta de que, además del lío en que se había metido, tenía un problema.
Las cajas, rotuladas con conocidas marcas de tabaco y bebidas alcohólicas eran, casi con total seguridad, la mercancía de una red de contrabando de la que había oído hablar a su padre y que traía de cabeza a las fuerzas del orden. Cuando observó el suelo se dio cuenta, sin embargo, de que el trasiego de esa mercancía no se hacía a través de la sala de la que venía, sino que el almacén tenía otros dos accesos, una puerta al mismo nivel y una escalera ascendente. La ausencia de polvo le indicó que los contrabandistas usaban la puerta y no la escalera, por lo que no le convenía abrirla para evitar desafortunados encuentros.
Con mucho cuidado y procurando no dejar huellas demasiado visibles subió la escalera llegando a otra puerta, que a pesar del polvo acumulado pudo abrir. Al ver que salía a la parte posterior del retablo de una de las capillas laterales de la iglesia del pueblo y que la abertura era invisible si no se conocía su existencia, quedó muy sorprendido.
En ese momento su móvil volvió a la vida, pero antes de hacer nada debía pensar. Si avisaba de donde estaba y daba explicaciones, los contrabandistas sospecharían y vaciarían de inmediato el almacén, desapareciendo sin dejar huellas. Tenía que ganar tiempo para evitarlo. Aunque la iglesia estaba cerrada, pudo abrir un ventanuco de la sacristía y salir a la calle, marcando inmediatamente el número de su padre.
Jorge se había derrumbado y permanecía sentado y abatido mientras los voluntarios comenzaban de nuevo a retirar escombros. Al principio no se dio cuenta de que llamaban a su móvil, pero al incrementarse la vibración lo sacó y la imagen de la pantalla le confirmó el origen de la llamada.
–Papa, estoy bien. He encontrado otra salida y voy hacia la huerta–. Fue lo único que pudo decir Francisco antes de que la batería se acabase.
– ¡Escuchad todos, dejad de trabajar! El chico está bien, ha encontrado otra salida y viene para acá –dijo Jorge en voz alta.
Al llegar contó, sin entrar en detalles, que el pasadizo conducía a una zona donde había varias bodegas, algunas de ellas medio derrumbadas, por lo que su versión era creíble.
Tres días más tarde el pueblo despertó con un revuelo de sirenas y vehículos policiales. Como los secretos en los pueblos duran poco, pronto se supo que la Guardia Civil había arrestado al alcalde y a uno de los concejales del pueblo por contrabando, gracias a una prueba que les había llegado de forma anónima.
Nadie tenía porqué saber que cuando todos volvieron a sus casas tras aparecer Francisco, este esperó a que anocheciera y volvió a entrar en el almacén donde colocó, disimulada, una cámara que le habían regalado, de las que se utilizan para grabar aventuras con poca luminosidad y que almacenan bastantes horas. La cámara grabó, con bastante nitidez, como el alcalde y su cómplice entraban en la estancia y manipulaban las cajas, además de algunos comentarios que demostrarían sin lugar a dudas su culpabilidad.
Varios meses más tarde llegó al pueblo un equipo de historiadores que accedió a la sala subterránea a través de la iglesia y determinó, gracias a los documentos encontrados en el arcón, que en el siglo dieciséis hubo en el pueblo una comunidad de creyentes luteranos, entre los que se encontraba el párroco. Aunque no se sabe cómo finalizó su historia, el lugar de reunión y culto no fue descubierto y permaneció inalterado hasta la actualidad. Lo que Francisco había encontrado al cavar en la huerta era una salida de emergencia, lo suficientemente alejada para poder salir sin ser descubiertos.
Muchos en el pueblo andan todavía con la mosca detrás de la oreja, pero nadie se atreve a señalar a Francisco como el autor de ambas informaciones….
Santander, 12/08/2015. http://enrebeldia2013.com/