En 1974 tenía 15 años y veraneaba con mi familia en un pequeño pueblo costero cercano a Palma de Mallorca.
Hacía más de 7 años que veraneábamos allí y ya teníamos nuestro propio grupo de amigos. Éramos seis o siete adolescentes de ambos sexos, parecidas edades y aficiones literarias similares. Todos eramos asiduos lectores de Los Cinco, de la británica Enid Blyton. Queríamos ser como ellos tanto en la búsqueda de aventuras como en otros aspectos: el lugar de reunión, los alimentos o las bebidas consumidas cuando nos juntábamos. Eran momentos de limonada y galletas en una España prosaica y triste, a pesar de que todos éramos unos privilegiados hijos de la clase media, poco contaminados todavía por el virus libertario que nos contagiaría más adelante y que podría ser objeto de otro relato.
Nuestros problemas entonces eran averiguar a qué sabrían las galletas de jengibre o el jarabe de ruibarbo, sabores que no he conocido hasta hace muy poco, gracias a una conocida multinacional nórdica. A falta de manjares tan cosmopolitas, nos apañábamos estupendamente con productos locales que tomábamos “prestados” de las despensas familiares.
Buscando un lugar especial donde reunirnos encontramos en un descampado una mata enorme. Ésta había crecido junto a una oquedad de terreno, lo que la hacía suficientemente amplia como para albergarnos a todos. Trabajamos sin descanso con las pocas e inadecuadas herramientas disponibles para ampliar y limpiar el espacio bajo la planta y en un par de días contábamos con un estupendo escondrijo. Estaba fuera de la vista de padres y curiosos, tenía un suelo de arena fresca y limpia y cabíamos todos.
Si les contáramos a los adolescentes de hoy, que ese lugar servía para hablar de libros, merendar o, muy de cuando en cuando, ser lugar de un intenso escarceo amoroso que no pasaba de algún fugaz beso en la mejilla y un generalizado rubor en toda la cara, se descoyuntarían de la risa o quedarían tan alucinados que no sabrían qué decir. Cierto es, que salvo honrosas excepciones, esos especímenes no gozan de un amplio dominio del léxico.
Cerca de la mata comenzaron los experimentos científicos. Allí descubrimos la pólvora, en sentido literal, así como sus efectos. También aprendimos lo qué significaba el concepto de materiales de doble uso, tan usado actualmente para justificar embargos a los países del eje del mal.
Determinado productos como las pastillas de cloruro potásico que se vendían en las farmacias, por suerte sin receta, se convertían en nuestras manos en componentes de armas de destrucción masiva. Tras molerlas con medios artesanales como machacarlas en un mortero de cocina o triturarlas en un molinillo de café y, posteriormente, juntarlas con algo de carbón y azúcar, nos permitían elaborar una pólvora artesanal. Ese era nuestro combustible para el lanzamiento y puesta en órbita de artefactos a mayor o menor distancia. Vamos, que éramos como los muchachos de Hezbollah en el Líbano.
Al principio usábamos las recargas de aire comprimido de las carabinas, pero como eran muy difíciles de conseguir fueron pronto sustituidas por botes de laca que encontrábamos en la basura. Tras practicarles un pequeño orificio en el extremo opuesto al tapón, jugándonos el tipo con el gas interior, les introducíamos la cantidad de pólvora casera que considerábamos suficiente. Tras eso solo faltaba el lanzamiento, realizado desde una rampa apuntada hacia el descampado para no producir daños colaterales.
La parte más peligrosa era la ignición del artefacto, por lo que la realizábamos los varones (eran los años 70). Se hacía como habíamos visto tantas veces en las películas de piratas, un reguerillo de pólvora hasta una distancia prudencial de la rampa y una cerilla. Al arder la pólvora, cosa que a veces no ocurría y que obligaba al desgraciado artillero de circunstancias a acercarse a encenderla directamente al lado del artefacto, el azúcar se expandía y taponaba parte del orificio, con lo que los gases producidos impulsaban el artefacto a una velocidad y distancia considerables. Normalmente el experimento finalizaba con una explosión importante al taponarse completamente la salida, lo que provocaba el correspondiente alborozo de los arriesgados “científicos”.
¿Qué hay más natural que un grupo de adolescentes mediterráneos jugando con pólvora y rememorando la ancestral alianza del territorio con el elemento fundamental de todas las fiestas a uno y otro lado del Golfo de Valencia?. Nuestra afición por la pólvora estaba genéticamente predeterminada y nos iba a dar más de un disgusto.
El pueblo estaba cerca de una zona militar con un antiguo fortín construido en el siglo XIX que había finalizado su vida activa como polvorín en los años sesenta. En ese momento se encontraba cerrado y sin vigilancia hasta su cesión al Ayuntamiento de Palma que lo convirtió en un parque de ocio. ¡Ya podrían haberlo hecho un par de años antes!
El fortín estaba ubicado en una pequeña elevación junto al mar y rodeado por un foso de unos 5 metros de profundidad. Con el paso del tiempo se habían realizado obras en las viviendas del pueblo y, siguiendo con la tradicional costumbre española de que lo que es de todos no es de nadie, habían usado para las obras parte de la tierra que rodeaba los muros del foso, dejándolos a merced de la erosión de la lluvia y los elementos en algunas zonas. Si a esa erosión unimos la debilidad del material de construcción, nos encontramos con un hueco que permitía acceder al fortín de una manera sencilla y sin dificultades, salvo que estuvieras especialmente obeso.
La instalación tenía un montón de dependencias, tanto de superficie como subterráneas y era como un parque temático para nosotros, al conjuntar un espacio desconocido con el sabor de lo prohibido. No nos cansábamos de explorar sus salas y de organizar juegos por sus amplias estancias, sin que nadie viniera a importunarnos o a recordarnos que estábamos en una zona militar e incumpliendo ordenanzas militares, en una España en la que todavía vivía el dictador y en la que había cosas con las que uno no podía jugar sin salir escaldado.
Uno de los días encontramos allí una caja de madera con unos pequeños cilindros metálicos plateados que no sabíamos para qué servían, pero que llamaron poderosamente nuestra atención. Un voluntario, tras manipularlos sin mucha brusquedad por si acaso, lanzó uno de ellos contra el muro más cercano. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando, al chocar el objeto con la pared, se produjo una potente detonación que nos desveló lo que podían ser.
– Son detonadores – dijo uno de los más espabilados, seguro que los usaron cuando hicieron obras y se olvidaron de ellos.
El diablo, la inconsciencia y nuestro amor por la pólvora se confabularon para que nos lleváramos algunos y los guardáramos en nuestra mata.
Días más tarde, cuando me encontraba comiendo en casa de unos familiares, sonó el teléfono.
– Es tu padre – dijo mi tía, que había descolgado el teléfono – ponte, que es urgente.
– Hola, papá, ¿pasa algo?
– ¿Se puede saber qué puñetas habéis hecho tú y tus amigos? Me acaba de llamar la Guardia Civil y esta tarde a las cuatro tenemos que estar en el cuartelillo para declarar. Te paso a buscar en un cuarto de hora.
Me quedé anonadado por la situación. No se me ocurría qué podría querer la Guardia Civil de mí, pero tanto por el tono de la voz paterna, como por el hecho de que en esos años la Benemérita no te llamaba para nada agradable, presentía graves problemas.
Al recogerme mi padre observé que vestía uniforme de paseo, cosa inusual ya que habitualmente vestía ropa de trabajo similar a la civil, aunque con su identificación como oficial del Ejército de Tierra. Juntos nos dirigimos al destacamento de la Guardia Civil del pueblo. Allí nos hicieron pasar a un despacho donde había un Sargento del Cuerpo que, tras saludar militarmente a mi padre, procedió a interrogarme. Más tarde me enteré de que ya habían interrogado al resto del grupo y el Sargento creía tener una imagen bastante clara de lo que había pasado.
Para no alargar innecesariamente el relato os resumiré los hechos. Esa mañana, en la que yo no estaba en el pueblo, mis amigos habían decidido experimentar y, tras hacer una pequeña hoguera, habían arrojado a ella tres o cuatro detonadores a la vez. La tremenda explosión y la paranoia colectiva originaron que algún probo ciudadano llamara inmediatamente a la Benemérita, que tras una breve investigación localizó a los presuntos terroristas y se los llevó al cuartelillo, desde donde procedieron a contactar con sus padres al ser todos menores de edad.
En un país civilizado todo se habría resuelto con una amonestación e incluso con un apoyo a nuestras investigaciones, por si entre nosotros había un nuevo Werner Von Braun que revolucionara la teoría de cohetes. Pero estábamos en España, era el año 1974, habíamos entrado en una zona militar prohibida y habíamos destruido material militar, con el consiguiente riesgo para vidas y haciendas. En resumen, estábamos en un lio enorme ya que aunque fuéramos menores y no hubiera sanciones, el incidente figuraría en un expediente que se reflejaría en el Certificado de Antecedentes Penales. Este documento, sin mácula, era imprescindible para el acceso a todos los puestos de la administración, incluidas las Fuerzas Armadas, en las que yo tenía intención de ingresar.
Pero como España no era un país civilizado al uso, sino uno en el que por suerte todavía los galones y las estrellas pesaban mucho, nos libramos por los pelos.
No sabemos si en el sobreseimiento del expediente pesó más la imprudencia del personal militar responsable de dejar detonadores al alcance de cualquier desaprensivo como nosotros, que varios de los padres de los presuntos eran Jefes y Oficiales del Ejército de Tierra y del Ejercito del Aire o ambas cosas, pero el asunto se saldó con una reprimenda oficiosa por parte de la Guardia Civil y tremendas broncas en familia.
Pasado el tiempo, mi padre y yo recordamos en varias ocasiones esta historia que pudo cambiar el rumbo de mi vida profesional. Si el expediente hubiera seguido adelante me hubiera sido imposible acceder a la Academia Militar dos años más tarde.
En años posteriores y ya en plena ofensiva de ETA, más de una vez me vino a la mente lo que nos hubiera podido pasar si nuestra inocente diversión hubiera ocurrido en 1977 o 1978 y si en vez de ocurrir en Mallorca hubiera tenido lugar en el País Vasco o Navarra. Ante las siniestras visiones que me evocaba, un escalofrío me recorría el cuerpo.
Como ven, a veces lugares tan dispares como una mata y un cuartelillo de la Guardia Civil pueden confabularse en un episodio tan real como la vida misma.
Bartolomé Zuzama. 31/03/2014
Jua, Jua! Lo había escuchado mil veces, cómo quien oye misa de domingo pero siempre faltaban detalles que la mafia familiar había censurado. Gracias, hermano, por explicar d forma narrativa un trocito de nuestro pasado . ¿Podrías contar la historia de cuándo me robaron la bici y me castigaste a no tomar cola durante un mes? Me dio tanta rabia que me alegré de que te fueras a estudiar a » España» A parte de eso, enhorabuena por tu prosa, es amena y diáfana.
El 13 de mayo de 2014, 21:14, «En Rebeldía» escribió:
> Bartolomé Zuzama Bisquerra posted: «En 1974 tenía 15 años y veraneaba > con mi familia en un pequeño pueblo costero cercano a Palma de Mallorca. > Hacía más de 7 años que veraneábamos allí y ya teníamos nuestro propio > grupo de amigos. Éramos seis o siete adolescentes de ambos sexos, parecidas > «
Lo de la bici se ha borrado de mis neuronas.