Las seis y media y como cada día suena el despertador. Fernando no se da por enterado y Patricia tiene que sacudirle varias veces para que despierte.
Las cervezas de anoche, él no ha parado de dar vueltas y resoplar, casi no he dormido, estoy agotada, esto no puede seguir así.
Que él se beba varias cervezas antes de acostarse empieza a ser una costumbre. Ya casi no hablan y hace más de un mes que no tienen relaciones. Sus preocupaciones y la cerveza no ayudan, la convivencia se va resintiendo poco a poco.
Ella sabe que en la fábrica las cosas están mal, que ya hay despidos y que se habla de cerrar. Consciente de ello procura que al menos en casa él pueda relajarse. Quizá no fue tan buena idea dejar de trabajar para dedicarse por completo a Fernando y a los futuros hijos.
Hace tiempo que no hablan de la boda. De esa que tanta ilusión les hacía a ellos y a sus familias. Los nubarrones laborales no animan a pensar en eso ni en tantos otros proyectos en común.
Había ido ahorrando y de vez en cuando compraba algo para su vida familiar: una batidora, una olla a presión, un juego de sartenes, unas sábanas; lazos materiales para crear un futuro incierto, pero deseado por ambos. Fernando no lo sabe porque está todo guardado en el trastero de sus padres, no quiere que parezca que le está obligando a tomar una decisión. Ella cada vez está menos ilusionada y dilata más las compras. El matrimonio se aleja como un barco entre la niebla.
Su amiga Juana le había dicho que las parejas que viven juntas antes de casarse terminan aburriendose y se separan, pero ella pensaba que antes de casarse hay que ver a la pareja despeinada, en ropa interior, en el baño, tirándose un pedo o limpiándose las orejas con el dedo. Si una no es capaz de aguantar eso, ¿cómo iba a aguantar cosas peores?.
Se animó a cercarse al centro. En una tienda había visto una vajilla preciosa y a muy buen precio, perfecta para cuando tuvieran invitados. La compró, pero en esta ocasión no la dejó donde sus padres. La llevó a casa para enseñarsela al volver del trabajo; quizá fuera una buena excusa para que hablaran de la boda y avanzaran hacia algún lado.
Ya es la hora y no aparece, él siempre avisa si se retrasa para que no me preocupe, ¿habrá pasado algo? ¡qué tontería!, seguro que hay algún atasco o una reunión de última hora.
Pasó una hora, empezaba a preocuparse. Debería llamar a Ricardo, el compañero de Fernando.
De repente sonó el teléfono:
– Patricia, soy Ricardo. Siento tener que darte esta mala noticia -Su voz sonaba ronca, angustiosa, lejana.
Se derrumbó sobre la silla que estaba junto al teléfono temiéndose lo peor. Empezó a temblar y a sudar sin poder contenerse.
– Ha ocurrido un accidente en la fábrica y Fernando…-el silencio lo decía todo.
Ella completó la frase:
– Ha muerto ¿verdad? –dijo angustiada.
– Sí, lo han llevado al hospital pero ya no había nada que hacer. Han avisado a sus padres y están organizándolo todo en el tanatorio.
– Gracias Ricardo, ahora mismo les llamo. Te agradezco que hayas pensado en mí.
Siguió sentada, incapaz de moverse, de pensar o de tomar cualquier decisión. Simplemente miraba el teléfono con la mente en blanco y dejaba pasar el tiempo.
Por fin se levantó, se acercó al aparador, cogió una preciosa fuente y la arrojó al suelo. Después siguió con los platos y con el resto de la vajilla, que acabó destrozada como destrozada había quedado su vida.
Bartolomé Zuzama. 19 de mayo de 2014.
Estupendo relato. Me ha puesto los pelos de punta.