Llegaba de nuevo el domingo y con él la ración de sufrimiento semanal. Como cada semana, desde que se casó con Juan hacía más de diez años, Elena debía enfrentarse a aquella tortura institucionalizada.
Después de misa y del habitual paseo con los niños por el Parque Central, se dirigirían a casa de sus suegros a comer, rutina semanal ineludible y únicamente excusada en contadas ocasiones por causas de fuerza mayor como desgracias familiares o la presencia en la ciudad de alguno de los familiares con mando en plaza, ya sea en el ámbito castrense, clerical o de otro tipo. A esas comidas les disculpaban la asistencia, seguramente porque desentonaban y no hacían juego con el mobiliario.
Al subir a la vivienda, situada sobre la parte noble de la muralla, el ritual era rígido e invariable: Doña Mariana, su suegra, les esperaba en el hall para ser la primera en recibir los saludos, que, (más que cariñosos, eran un símbolo de pleitesía y reconocimiento a su magnificencia y superioridad moral.
Porque Doña Mariana, además de ser hija de militar, sobrina de un canónigo de la catedral y estar emparentada con las familias de más rancio abolengo de la villa, era insoportable. Al levantarse por las mañanas, antes siquiera de ir al lavabo, agradecía al Señor que la hubiera puesto en el mundo para ayudarle a gobernarlo, porque si ella faltase, reinarían el caos y las malas costumbres.
¡Ay!, si su marido Federico hubiera tenido lo que hay que tener, hubiera llegado a Gobernador Civil gracias a sus influencias y sabios consejos, pero era un blando y se conformó con aquella plaza de registrador de la propiedad a la que accedió por mediación de su suegro Don Ernesto. ¡Ese sí que era un gran hombre! ¡Qué lástima que muriera tan pronto y la dejara tan sola!
Para colmo de males, su único hijo había tenido que casarse con aquella pobrecita Elena, una donnadie de familia humilde. Si, tenía estudios y un buen trabajo en el Ayuntamiento, pero era muy poco para su Juan, que se merecía alguien como la hija de los Jiménez de Nosecuantitos. Mira que hizo lo posible porque se relacionaran, pero aquel hijo suyo era medio bobo y no entendía de sutilezas ni de protocolo.
De recién casada, Elena intentó, en varias ocasiones, ayudar con la comida, pero Doña Mariana, con su habitual empatía, la despachó con un seco ¡aparta muchacha, no sé lo que os enseñan hoy en día en el colegio, pero eso no se hace así, déjame a mí!
Después, y a medida que los niños iban creciendo, era habitual escuchar comentarios como “Hija, Elena, parece mentira c cómo llevas a este niño, se le caen las velas hasta el ombligo” o: “Desde luego, si fuerais hijos míos no os dejaría comportaros así, parecéis salvajes”.
Doña Mariana siempre hacía una ronda de inspección, antes de que llegaran. Esta semana Dorita no ha lustrado la plata del aparador del saloncito. ¡Esa muchacha es una nulidad! Claro, qué puede esperarse de esos medio salvajes que vienen de Latinoamérica para quitarles el pan a los españoles de toda la vida. Encima que le hacía un favor dándole un trabajo y un lugar donde vivir, no trabajaba nada bien y pretendía que le diera un día libre completo a la semana. ¡Habrase visto desagradecida!
Elena y Juan ya subían las escaleras para cumplir con el ritual. Tras el beso y el habitual comentario sobre lo mal educados que tenían a sus hijos, que no querían saber nada de su abuela, pasaron directamente al salón para comer.
Mientras llegaba Dorita con el primer plato, entretuvieron la espera con una cerveza y unas aceitunas que había mandado una amiga de la familia y que seguro que no habían probado nunca otras tan sabrosas. Doña Mariana, como siempre sin dejar hablar a nadie, empezó a pontificar sobre lo mal que lo estaba haciendo aquel gobierno, que si la dejasen a ella, el paro y la crisis se acababan en un pis pas. Tantas leyes para nada, menos leyes y más mano dura era lo que hacía falta.
La pequeña, aburrida y con ganas de empezar a comer, tiró sin querer un vaso y derramó el agua sobre el mantel. Como si se hubiera producido una herejía, Doña Mariana se levantó de repente e inició un grito, que no llegó a salir porque la aceituna que tenía en la boca se le atragantó, y, como un camaleón, pasó del rojo al morado y por fin al azul.
Su marido, su hijo, Dorita, los niños, todos intentaron ayudarla como podían, golpecitos, soplidos, masajes…
Cuando vieron que todo era inútil y que ya casi no respiraba, llamaron a Emergencias, aunque únicamente pudieron certificar su defunción.
Su funeral fue digno de un Jefe de Estado, no faltó ninguna de las personas que eran consideradas alguien en la ciudad, a pesar de que más de una había sufrido los ataques sibilinos de Doña Mariana, pero no podían quedar en evidencia faltando.
Lo que Elena se abstuvo de comentar con nadie era que el viernes anterior a la fatídica comida familiar, había asistido en el ayuntamiento a un taller de primeros auxilios, donde habían practicado expresamente la maniobra de Heimlich.
Bartolomé Zuzama. 21/01/2015