Después del habitual paseo por las callejuelas del casco histórico, me he parado a disfrutar del maravilloso café que siempre prepara Concha en “El Liberal”, junto a la iglesia de San Juan.
He aparcado mi reuma y mi mochila en una mesa cerca de la ventana que da a la plaza de los chorros. En realidad se llama Plaza de los Santos Ángeles Custodios, pero el saber popular la ha rebautizado por los chorros de agua que, de una manera aleatoria, surgen verticales desde el suelo, afortunadamente sólo en la época estival.
Hoy jugaban junto a ellos tres niñas, quizá una ya no tan niña por cómo se le hinchaba la blusa sobre el pecho. Se las veía felices, sanas, alegres, enamoradas de una vida a la que no le pedían mucho más que un hogar y algo de comida en la mesa, vamos, lo que todos o casi todos deseamos.
Pensando en ello me he acordado de uno de mis nietos, el hijo de la pija de Maruchi y del blando de mi Raúl. Será nieto mío, pero no puedo negar que es una criatura insoportable desde que tuvo uso de razón, si eso es posible en su caso.
El refranero popular es sabio cuando dice aquello que “de casta le viene al galgo” y este galgo, o mejor caniche, tiene mucho pedigrí del tonto, del de “esto no me gusta” y del de “pobrecito, si no quiere esto se lo cambio para que no se traumatice”. Así ha salido la criatura, egoísta y caprichoso como su madre e igual de “blandito” que su padre.
Qué diferencia con aquellas muchachas que son como la vida, duras, versátiles, alegres y rotundas, sin dobleces ni recovecos. Lo que ves es lo que hay.
Me tomo tranquilo mi café y antes de volverme a casa echo una última mirada a las muchachas, que ahí siguen, empapándose de agua y de alegría, mientras pienso y deseo que, de una forma u otra, la vida le dé un revolcón cariñoso al figura de mi nieto y le haga entender que lo importante no es el monopatín o la consola, sino las personas y la vida real, dura, versátil, alegre y rotunda como las niñas del agua.
Valladolid. 18/V/2015