En el tiempo de las maravillas y los misterios, vivía en la tierra una gran cocinera. Su cocina era como el laboratorio de un alquimista. Mezclando elementos e ingredientes y utilizando sartenes y cazuelas a modo de alambiques, redomas o crisoles, conseguía destilaciones, purificaciones o amalgamas de sabores, colores y texturas.
Solo cocinaba de noche. Sus recetas, convertidas en delicadas creaciones gastronómicas, eran tan famosas y reconocidas como las de los grandes pintores o músicos. Los sabores se armonizaban siguiendo la partitura de la receta y al igual que con los instrumentos y las notas, la cocinera conseguía que determinados ingredientes o condimentos destacaran en el momento adecuado.
A modo de colores en un cuadro, los sabores básicos se combinaban para ofrecer una experiencia compleja y sorprendente que reconciliaba a los comensales con la vida y les devolvía la felicidad.
Sus pepitorias, escabeches o aliños evocaban recuerdos felices de cocinas familiares, de fiestas entrañables y de amigos desaparecidos y añorados. Algunos de sus postres eran capaces de reconciliar amantes y hasta de hacer hermosas a las personas vulgares.
Una estrella la observaba desde el cielo. Cada noche se acercaba todo lo que podía a su ventana para captar los aromas y ver cómo los platos iban tomando forma a medida que la cocinera agregaba ingredientes y jugaba con las salsas.
La estrella quería aprender a cocinar, pero como era muy grande no cabía en la cocina. Además no podía soltarse del cielo, porque a los astros no se les permite vagar libremente y sin permiso.
Siempre que la cocinera levantaba la vista, su mirada se cruzaba con la de la estrella, permanentemente atenta a cada movimiento, paso u operación que se realizaba en la cocina.
Una noche se dirigió a la estrella y le preguntó por qué la observaba con tanta atención.
-Quiero aprender a hacer felices a las personas como lo haces tu, -le contestó la estrella con nostalgia, sabiendo que eso era imposible.
Como uno de los comensales habituales de la cocinera era el Maestro Celestial, decidió hablar con él para ayudar a la estrella. Aprovechando que desde la cúpula le habían encargado un banquete para celebrar el nacimiento de un querubín, elaboró alguno de sus mejores platos, de esos que conquistaban siempre la voluntad de los comensales.
Al finalizar el banquete, el Maestro quiso felicitarla personalmente y bajó a verla a su cocina. Ella le comentó que necesitaba un ayudante y que sabía de alguien muy interesado en aprender a cocinar, aunque existía un pequeño problema de tamaño y de organización.
Completamente subyugada la voluntad del Maestro por los sabores y texturas de la comida, accedió con una condición indispensable que la cocinera debía comunicar a la estrella y ella acatar.
-Para poder aprender a cocinar debes renunciar a volver al cielo y hacerte pequeña y mortal, -informó la cocinera a la estrella la noche siguiente.
-Si estás de acuerdo debes decírselo a la primera estrella fugaz mensajera que veas, para que se lo comunique al Maestro cuanto antes.
Desde la noche siguiente, la cocinera tuvo una ayudante celestial que completaba sus recetas añadiéndoles eternidad y misterio. La cocinera y su estrella pinche trabajaron y permanecieron juntas hasta que la chef apagó para siempre sus fogones y la luz abandonó a su ayudante.
En recuerdo de esa colaboración cósmica, todavía hoy los grandes cocineros lucen una estrella azul en su solapa.
Bartolomé Zuzama 05/05/2014