Era una habitación como la que a cualquier niña le hubiera encantado tener cuando todavía soñaba con princesas y cuentos de hadas.
De un tamaño suficiente como para que cupiera una cama, una mesa para estudiar, una cómoda de cuatro cajones y bastante espacio para bailar al pie de la cama.
La luz que provenía de dos ventanas paralelas que daban al patio la hacía todavía más adorable. Simétricas a ambos lados de la cama, estaban flanqueadas por unos etéreos visillos blancos que enmarcaban unos estores rosas siempre enrollados a media altura. Los visillos estaban recogidos con unos alzapaños de pasamanería fucsia que colgaban de discretos ganchos metálicos. Por la mañana el sol se colaba y llegaba hasta la puerta del armario empotrado, que estaba en la pared opuesta al cabecero.
Todo en la habitación era rosa o blanco y estaba impecable. La cama individual, con un cabecero blanco, estaba cubierta por un edredón rosa con algodonosas nubecillas blancas. La puerta de la habitación, la del armario, la cómoda y la mesa de estudio eran blancas, contrastando con las alfombras de ambos lados de la cama, que eran rosas.
Las lamparitas, que descansaban sobre unas mesillas de noche rosas, tenían las pantallas blancas, del mismo tono que las sábanas y las almohadas.
Sobre la mesa de estudio, un ordenador portátil rosa con unas fotografías enmarcadas en blanco.
Aquella familia había tenido muy mala suerte. Dos de sus hijos varones habían fallecido, por causas naturales, antes de cumplir los siete años y ahora Laura, la hermana mayor que iba a cumplir diez años, había desaparecido sin dejar rastro y sin que, al parecer, nadie forzara ningún acceso.
La policía registró la casa a conciencia y especialmente la habitación de la niña, esa habitación rosa que encandilaba a las veteranas y curtidas policías y las incitaba a investigar con más ahínco y a obligar a sus compañeros varones a hacer lo mismo. Todos habían empatizado con una familia encantadora perseguida por un fatal sino.
Si el subinspector García no hubiera llegado a tiempo, todo hubiera seguido igual, salvo que una nueva desgracia se hubiera añadido a las de esos padres que se desvivían por sus hijos y a los que se les saltaban las lágrimas al hablar de cualquiera de ellos.
Pero al encontrar a Laura llena de hematomas y heridas en un callejón de los suburbios antes de lo que su asesino había previsto, se desbarató el plan. Aferrándose a una vida que la abandonaba sin remedio con la fuerza que otorga la rabia, consiguió hablarle de la otra habitación.
De esa otra habitación a la que se accedía a través de una puerta simulada dentro del armario empotrado y de la que nadie hubiera encontrado el pestillo si ella no les hubiera indicado dónde buscarlo.
Esa habitación blanca con manchas rojas de las salpicaduras de sangre que provocaban los golpes propinados con instrumentos que colgaban de las paredes. Esa habitación donde aquellos encantadores padres torturaban a sus hijos procurando no dejar marcas o impidiendo que fueran al colegio hasta que desaparecían. Esa habitación que había visto morir al menos a los dos hermanos menores, aunque se estaban investigando desapariciones en el entorno y rastros de ADN.
La habitación rosa siempre impoluta, porque, como después descubrieron, Laura dormía en un rincón del sótano lleno de humedad hasta que, tras la última paliza, su padre la abandonó, pensando que estaba muerta, en el callejón donde la encontraron.
La habitación rosa, como la vida, ocultaba monstruos.
Bartolomé, Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 7 de junio de 2020.