El ventilador giraba y su sonido se mezclaba con el de aquella calle por donde circulaba la vida, ajena a todo y a todos.
Que Sara odiaba a los ventiladores era bien sabido por sus amigos, aunque nadie conocía el motivo. Cuando se juntaban en alguna de sus casas en verano, para comer o celebrar algo, lo primero que Sara hacía al llegar era pedir que los apagasen. Al principio se lo tomaban a broma y se burlaban de ella, pero cuando vieron que se marchaba llorando, dejaron de hacerlo. En su casa no había ninguno, hiciera el calor que hiciera.
Le preguntaron el motivo pero nunca se lo concretó. Insinuó un trauma infantil sin profundizar mucho y dejaron de insistir.
En las tardes calurosas de agosto, sentada en su casa en penumbras, seguía escuchando en su cabeza el ruido de aquel ventilador maldito que no le permitía olvidar, alejarse, descansar.
Ya habían pasado dos años y seguía recordando aquella triste habitación de hospital antiguo, compartida y calurosa, donde su madre iba abandonando poco a poco la realidad y la vida. En la mesita de noche desvencijada, Sara había puesto un ventilador que había encontrado por casa de sus padres. Un ventilador ruidoso y poco eficaz, que apenas refrescaba.
Desde la mañana a la noche estaba con ella. Eran sus vacaciones, pero sus hermanos se habían hecho cargo desde aquella tarde en que se cayó y comprendieron que no podía continuar viviendo sola. Había dejado su casa cerrada sin saber muy bien cuanto iba a regresar. El mes de vacaciones era un respiro, pero si la situación se alargaba habría que tomar otras medidas.
En el hospital apenas había movimiento, la mayor parte de los pacientes eran personas mayores. Algunos eran habituales, como le habían comentado alguna vez las auxiliares al traer la medicación o la comida. Cuando llega el verano, los familiares los traen con cualquier excusa y se van de vacaciones, así no tienen que ocuparse de ellos, le dijeron.
La otra paciente estaba sola, pero no se daba cuenta, ya había traspasado el umbral y estaba en un mundo propio, silencioso y distante. Apenas respiraba ni hacía ruido. Al principio su madre hablaba con ella o se quejaba, pero progresivamente también dejó de hacerlo. Ya apenas comía. Si seguía así tendrían que alimentarla con una sonda, les había dicho el médico.
Aquella tarde Sara se quedó dormida, amodorrada por el calor y acunada por el sonido del ventilador. Cuando la auxiliar la sacudió, despertó sobresaltada y presintiendo lo peor. Su madre había muerto sin que se diera cuenta, sin poder despedirse de ella ni cogerle la mano, sin llorar, sin sufrir.
Desde entonces Sara odia todos los ventiladores.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 24 de septiembre de 2016.