El día había llegado por fin. Cogió su maleta y bajó a esperar al taxi que le llevaría a la estación. Siempre había pensado que a un Congreso de Escritores había que ir en tren, aunque el Alvia no se pareciera en nada al Simplon Orient-Express que utilizaría para viajar entre Londres y Venecia si le tocaba alguna vez la lotería, aunque para eso tendría que comprar algún décimo.
Tenía por delante más de cuatro horas, pero su llegada a destino era la más apropiada para tomar un té frente al mar, saboreando el aroma del Cantábrico en aquella pequeña cafetería que tanto añoraba, junto a la Parroquia de San Pedro Apóstol. Siempre le había gustado Gijón. Tenía los ingredientes perfectos para perderse sin prisas: mar, gastronomía, clima llevadero y gente amable, que te acogía como uno más si eras humilde.
Tras el té, un obligado paseo por la playa de San Lorenzo para abrir el apetito. Esa noche optaría por el pescado. Su estómago no era ya capaz de enfrentarse a un cachopo para cenar, aunque no perdonaría una botellita o dos de sidra para acompañar su elección y ayudarle a dormir. Dejaría el cachopo para un mediodía, con su correspondiente siesta posterior sin prisas, de pijama y orinal como afirmaba Cela.
Repasó las notas que había tomado en el viaje. Casi tenía para un relato, solo necesitaba darle una vuelta al final y revisarlo varias veces antes de archivarlo con los demás. Había traído su ordenador portátil, lo que le facilitaría la tarea. Aunque no era un nativo digital, las nuevas tecnologías no le daban miedo y se valía de ellas.
Madrugó y en vez de desayunar en el hotel, optó por darse un paseo hasta Cimadevilla para tomar el café. Estaba nublado, pero todavía no llovía y le sobraba tiempo antes de que comenzase el evento. Leyendo la prensa local casi se le va el santo al cielo y llega tarde a la sede del Congreso. Menos mal que estaba relativamente cerca y se mantenía bastante ágil para su edad.
Pasó la inauguración oficial y con los políticos se marcho la prensa, los paniaguados y los lameculos profesionales que iban de entendidos en los círculos literarios. ¡No los soportaba! Le encantaba escribir, pero tenía que reconocer que el ambiente que rodeaba la literatura pecaba muchas veces de elitismo y fatuidad, especialmente cuando se juntaba con la cultura oficial, la de las fotos, los votos y las vanidades desbordantes.
Tras un par de ponencias más o menos interesantes llegó el momento de la entrega de premios del concurso de relatos convocado hacía seis meses con motivo del Congreso. Había participado sin más pretensiones que tener otro motivo para seguir escribiendo, pero no tenía ninguna esperanza, apenas era conocido y no se movía por los círculos literarios de moda.
Cuando dijeron por primera vez su nombre no se enteró y siguió mirando hacia el escenario, esperando a que se presentara el premiado. Tuvieron que repetirlo para que se enterara de que el premiado era él y que tenía que acercarse. El presidente del jurado le entregó un diploma y le estrechó la mano con fuerza, como si de verdad le agradeciera haber escrito el relato. Sus ojos se empañaron un poco y sonrió mirando al tendido.
—¡María, creo que Don Manuel ha sonreído!
—No digas tonterías, Juani. ¡Con el tiempo que llevas aquí todavía pareces nueva! ¿Don Manuel lleva más de cinco años sin cambiar el gesto y ahora va a empezar a sonreír? Anda, déjate de tonterías y ayúdame a mover las sillas, que va a comenzar la sesión de estimulación motora y nos quedan muchos por trasladar.
Una lágrima furtiva, procedente de otro universo, cayó sobre el triste pantalón de chándal y se secó antes de llegar del comedor de la residencia.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 26 de abril de 2018.