Detención

celdaAntes siquiera de poder abrir los ojos, el olor a letrina y orines impactó en sus fosas nasales haciendo que su estómago se contrajera en una arcada.

Abrió lentamente los ojos y ese simple esfuerzo provocó que desde su frente comenzaran a irradiar oleadas de dolor que fueron extendiéndose por su cráneo y descendiendo hasta su nuca, obligándola a mantener el cuello rígido para ver si así el dolor disminuía. Notaba los pómulos hinchados y el sabor acre de la sangre llenaba su boca.

Su mirada, tras habituarse a la cruda luz blanca que inundaba la celda, se detuvo tanto en los hematomas de sus brazos como en las esposas que oprimían sus muñecas y la sujetaban al camastro cuartelero de metal gris. Siguió bajando la mirada y observó que seguía llevando los tejanos, pero estaban desgarrados, la cremallera bajada y el botón de la cintura desaparecido. Aunque parecía que sus zonas íntimas no habían sufrido agresiones, el mero hecho de pensar que su cuerpo había sido expuesto a aquellas bestias hizo que un sollozo le atenazara la garganta y que unas lágrimas aparecieran en sus doloridos ojos. No voy a llorar, se dijo, no voy a darles esa satisfacción.

Intentó recordar qué había pasado para poder calcular el tiempo, puesto que su reloj había desaparecido junto con el resto de sus pertenencias.

El viernes por la tarde, junto con Juan, se habían dirigido a la Facultad de Medicina. Los estudiantes mantenían una asamblea para organizar acciones de protesta contra las condenas a muerte firmadas por el dictador en lo que ya parecían ser sus últimas decisiones. La enfermedad lo mantenía postrado, pero la represión era más fuerte que nunca.

El partido les había encargado que intentaran movilizar la mayor cantidad de acciones para hacer visible la rabia y el descontento estudiantil y que a pesar del férreo control ejercido por las fuerzas de seguridad, los estudiantes no se iban a echar atrás.

Eran cerca de las siete y media de la tarde y la falta de iluminación hacía que las sombras invadieran el callejón del casco antiguo por el que se dirigían a la Universidad. Estaban a punto de salir a la Calle Ancha, cuando cuatro hombres vestidos de calle se abalanzaron sobre ellos desde un portal.

-Si no queréis sufrir más, estaos quietecitos, dijo uno de los individuos mientras colocaba una bolsa de tela oscura sobre sus cabezas. Los otros, tras inmovilizarles y engrilletarles las manos a la espalda, acallaban todos los intentos por gritar con patadas y puñetazos en el estómago, sin hacer diferencias de género.

No era la primera vez que, debido a sus actividades de agitación social, hacía una visita a los calabozos de la Comisaría Central, pero esta ocasión era diferente. No reconocía el lugar ni los sonidos, o más bien la falta de ellos.

Desde hacía unos meses, en las reuniones clandestinas se hablaba de un comisario al que la Dirección General de Seguridad había encargado la represión de los movimientos estudiantiles. El Comisario Gómez disponía de mano ancha para acabar con ellos, costase lo que costase, aunque hasta ese momento no tenían noticias de ninguna actuación en la que hubiera participado.

Haciendo un gran esfuerzo, cambió de postura con el fin de acomodar sus doloridas extremidades y empezó a darle vueltas a una sensación que no la abandonaba. ¿Cómo habían sabido el lugar y la hora por donde iban a pasar? Esa información la conocían muy pocas personas y además cambiaban frecuentemente de rutinas y recorridos para evitar que pudieran seguirles. Una triste certeza empezó a abrirse paso a pesar de no querer reconocerla: tenían un topo, un chivato, un infiltrado, un delator.

Cuando empezó a pensar en quién podría haberles delatado, la puerta de la celda se abrió con un fuerte chirrido metálico y todas sus dudas se disiparon de repente: Juan estaba allí, vestido con traje y corbata y acompañado de dos policías de uniforme que le mostraban un enorme respeto. Juan era el Comisario Gómez.

 Valladolid, 27 de octubre de 2014.

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