Estampas veraniegas I: Carolain, un relato playero.

IMG-20140807-WA0010Aunque la previsión de descanso era de un mes, mi musa se acostumbró a la holganza playera y no he podido llevarla de nuevo al redil hasta primeros de octubre, pero ya estamos dispuestos ambos para intentar crear, con la periodicidad habitual, unos relatos que os lleguen a los entresijos…

CAROLAIN, UN RELATO PLAYERO

La cala prometía tranquilidad y reposo. Estaba flanqueada a un lado por dos casas, comunicadas con el mar a través de sendas rampas, y al otro por varios tamarindos alejados de las edificaciones que daban sombra y creaban un pequeño ecosistema que atraía la mirada. Su ubicación, un tanto retirada, la mantenía apartada de las mareas de turistas a granel que invaden nuestras costas mallorquinas entre el uno de julio y el treinta de agosto de cada año.

Sobre las diez de la mañana estaba completamente vacía, el mar brillaba como un espejo y los habitantes de las viviendas tomaban café en sus terrazas, con un silencio casi religioso. Nada hacía presagiar lo que iba a suceder.

Descendí desde el solitario camino sobre las rocas y ante aquel espacio virgen me asaltó una duda existencial ¿Cuál era el lugar idóneo para colocar mi toalla? Tras analizar sesudamente pros y contras, la dejé caer sobre el cemento del pequeño espigón y me deslicé hasta un agua cristalina y de temperatura perfecta. Las dimensiones de la pequeña bahía permitían, sin apenas esfuerzo, acercarse nadando hasta otras cercanas y prácticamente nada turbaba la tranquilidad reinante, salvó un par de personas buceando y una barca de pescadores que regresaba hacia el puerto cercano. Tras nadar un rato con languidez, me dirigí hacia la orilla para secarme y seguir con el fatigante ejercicio de contemplación de la naturaleza circundante. Cogí impulso y me senté en la toalla con los pies colgando dentro del agua. La paz y la tranquilidad eran absolutas.

Así pasó un rato hasta que de repente, como organizadas con precisión militar, apareció la primera de varias oleadas de unos seres completamente discordantes con el entorno. Venían de una zona de chalets construidos en esa época en la que todos los españolitos nos creíamos suecos y no escatimábamos en lujos inútiles ni en adornos superfluos. Parecía que habían coordinado sus horarios para invadir la escasa superficie.

Como en una especie de desembarco de Normandía al revés, grupos de críos y padres divinamente pijos acarreaban todo tipo de embarcaciones y artilugios playeros para el asalto definitivo a la playa. Kayaks, canoas, tablas de surf, colchones hinchables, flotadores, churros y manguitos de todos los colores y tamaños tomaron posesión de aquel oasis de tranquilidad, convirtiéndolo en una babel atronadora donde se entremezclaban en espantosa barahúnda gritos en alemán, inglés, francés, castellano pijo, mallorquín acatalanado o catalán amallorquinado.

Me retiré un poco y cual antropólogo aficionado, aproveché mi privilegiada ubicación para observar aquella aglomeración aparentemente heterogénea. Cuando uno se fijaba un poco, intuía que existía más uniformidad que diversidad en el grupo, formado en su mayor parte por familias que exhalaban un indiscutible aroma a Opus o allegados. Ellas, desde las madres a las más pequeñas, vestían bañador de cuello alto y pendientes de perlas. Ellos lucían unos castos bañadores tipo bóxer. Todas las familias aportaban una prole de progresión cronológica perfectamente predecible en la que ni el señor Ogino había tenido nada que ver. Junto a ellos, algunas latinas más o menos uniformadas acarreaban y vigilaban a pequeñajos rubios o ayudaban a acercarse al agua a delicadas ancianitas a las que no se les movía un pelo de su perfecta y cardada cabellera violeta.

Una vez en la cala se desató el infierno de inmediato. Pequeños seres chillones invadieron todos y cada uno de sus rincones con cazamariposas, cubos con agua y cangrejos, gafas de buceo, aletas e incluso alguna ballena hinchable. Mientras tanto, padres y madres se reunían en sendos corrillos, naturalmente los chicos con los chicos y las chicas por otro lado. Desde ese momento se desentendieron de la prole y únicamente se podían escuchar, de vez en cuando, expresiones como aquella que me dejó estupefacto:

-Carolain ¿Dónde estás?, deja el flotador a tu hermana y haz caso a la nani, dijo una de aquellas divinas madres sin apenas mirarla. La tal Carolain seguro que se llamaba María Carolina o Carolina María, pero esta versión la convertía sin lugar a dudas en toda una star playera.

Al lado de Carolain, mientras tanto, un niño que no alcanzaría los dos años mataba el tiempo metiendo la mano en su pañal, en busca de un tesoro sólido que no tardó en flotar junto a la orilla. Varios arrapiezos escalaban por las rocas de la orilla armados con todo tipo de armas de pesca en busca de los escasos habitantes de nuestro esquilmado mar Mediterráneo, siguiendo los pasos de los más mayores y sin fijarse mucho si ponían los pies en toalla ajena…

Lo que antes era una pequeña bahía vacía, se había convertido en una especie de Dunkerke festivo, repleto de embarcaciones cargadas de niños y niñas monísimos, aunque igual de aulladores que sus primos los monos del sur de México, que navegaban hacia mar adentro.

Por si faltase algo, al rato aparecieron dos parejas de adolescentes creciditos cargando con un artilugio tipo torpedo. Era evidente que la intención de los varones era impresionar a sus acompañantes, rubias valquirias de escuetos biquinis a las que alguno de los divinos papás llegados anteriormente no quitaba un ojo de encima, mientras con el otro observaban a su contraria para evitar broncas conyugales al volver a casa. Tras depositar aquel armatoste en el agua, a las valquirias les faltó tiempo para ponerlo en marcha y salir arrastradas, mostrando algo más de carne del final de la espalda de lo que supongo hubieran deseado, para intimo regocijo del personal masculino presente.

A la tercera vez que el mismo mocoso de cuatro años, armado con un cubo que iba perdiendo agua, pasó por encima de mi toalla sin que su madre que estaba cerca hiciera el más mínimo comentario, decidí que había llegado el momento de volver a casa. El encanto de la cala se había desvanecido, Omaha Beach había caído.

 Bartolomé Zuzama. 28 de septiembre de 2014.

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