Apenas hacía unos meses que había terminado la carrera. Gracias a conocidos de conocidos, un periódico local había accedido a que hiciera allí mis prácticas, lógicamente sin remunerar y trabajando igual que el resto, pero aquello era mejor que nada. El mero hecho de poder observar de cerca la manera de trabajar de los profesionales veteranos ya era un regalo, aunque fuera el chico de las fotocopias, los cafés y los recados. Las primeras semanas solo me permitieron buscar datos en los archivos para documentar o acompañarles, sin abrir la boca, a las entrevistas. No debí hacerlo muy mal porque al cabo de un mes comenzaron a mandarme, ya sin «carabina», a noticias menores para que me buscara la vida. Y así me cayó aquello.
Tienes que escribir una breve reseña del crimen de hace una semana, me dijo el redactor jefe. Ya se cubrió en su día, pero ahora habría que darle un enfoque diferente, buceando en los antecedentes o los motivos. Recuerda lo que deberían haberte enseñado en la facultad para estos casos: alejamiento, comedimiento en los adjetivos, no implicarse emocionalmente, etc. El inspector a cargo me debe un pequeño favor y te va a dejar entrar en la casa mientras él recoge unas pruebas. Tienes que estar allí mañana a las diez de la mañana. Como la noticia la cubrió González, habla con él y dile que te ponga al corriente.
El crimen había tenido lugar en una humilde vivienda de los suburbios a la que le pesaban la pobreza y sus demasiados años. Sin saber el motivo, acaricié la chimenea en silencio antes de entrar en la habitación. Quizá fuera para darme fuerza o para intentar contactar con el lar, el espíritu familiar que sin duda habitaba allí y habría sido testigo de todo.
Pese a que me había concienciado para distanciarme, percibí algo en la piel, que se erizó hasta causarme dolor. Ausencias y presencias en alternancia dibujaban escenas, como en un teatro de sombras, de la vida de una pobre mujer prescindible.
Como en el descenso de Dante a los infiernos, fui captando progresivamente diferentes sensaciones que hicieron mella en mí. Nadie me había preparado para lo que sentí en esa casa, que me descubrió que poseía unos dones que se convertirían en un regalo envenenado para mi existencia.
A modo de introducción, pensé que el artículo debería expresar, quizá de forma demasiado obvia, que la habitación estaba vacía y que ese vacío constituiría todo el recuerdo de una triste existencia una vez que pasara el morboso interés por la noticia y nos olvidáramos de la víctima y de su agresor.
Tras esa reflexión y sin comprender cómo, entré en comunión con la casa y sus moradores en un plano sensorial desconocido por mí hasta entonces. La primera sensación que me impactó fue la ausencia de afectos de sus dos habitantes. Sus vidas habían transcurrido sin caricias, ni siquiera de niños, quizá porque eran muchos a repartir y demasiados los problemas.
En el siguiente nivel de percepciones, la certidumbre de los muchos y dolorosos agujeros de la víctima estremeció mis entrañas. Los hijos que no tuvo, a pesar de desearlos y saber que sería una buena madre. La carencia de amor, pues aquella bestia jamás lo sintió por ella; el deseo inicial no era amor e incluso eso desapareció pronto. La ternura que no recibió de sus padres, que consideraban los sentimientos como una carga, cuando no un pecado. Tampoco la recibió en el escaso período de tiempo en que acudió a una escuela rancia, que no la ayudó a mejorar socialmente ni a mejorarse a sí misma. Ausencia de alegría, de canciones, de perfumes o bonitas prendas que le hubieran hecho sentir bien, incluso durante un instante.
Unas sensaciones distintas me hicieron comprender que había descendido otro círculo. Este no estaba caracterizado por lo que les había faltado, sino por todo lo contrario. Noté que tanto la habitación como las vidas de la pareja habían estado saturadas de situaciones negativas. Sus residuos tóxicos permanecían todavía en el ambiente. Percibí el eco de las innumerables ofensas recibidas casi desde el principio de su relación y que ella ocultaba a todos por vergüenza. Ese eco continuaba allí, junto con el hedor del alcohol barato que envalentonaba al hombre y con el que pretendía justificar sus agresiones. Al mismo tiempo sentí que toda la casa rebosaba una pena serena y densa. La pena que ella sentía por no haber conseguido ser feliz ni hacer felices a otros. Compitiendo con esa pena estoica, capté los gritos, insultos y vejaciones del ser que debería haberla amado y protegido y que se convirtió en un monstruo. Esos gritos seguían resonando y taladrando mis oídos.
Siguiendo con mi descenso sensorial al infierno en vida que había soportado aquella mujer, me invadió la certeza de que las que dominaban el espacio y el tiempo eran las sombras. Unas provocadas adrede para que la luz no evidenciara sus golpes y cardenales, otras, las temidas, que envolvían y confundían a quien los causaba. Además, la alcoba estaba saturada de dolor, del físico que producen las heridas, pero también del dolor moral consecuencia de la indiferencia o el desamor.
Presentí que me aproximaba al abismo porque la maldad que lo impregnaba todo me conmocionó. La maldad que permite que alguien pueda creerse dueño de otro ser humano y lo torture. Esa maldad que nubla la razón y justifica los golpes con argumentos espurios como la superioridad de un género sobre el otro con los que ya me había topado demasiadas veces. Amalgamado con la maldad capté el odio. El que le dominaba a él por una existencia frustrada y vacía. Pero también ella lo sentía. Principalmente hacia sí misma por no haber sido capaz de rebelarse, pero abrigaba otro inmenso tanto hacia el ser que la maltrataba como hacia una sociedad que lo permitía e incluso a veces lo alentaba.
Cuando conseguí liberarme de las sensaciones que me consumían, me di cuenta de que la humilde vivienda seguía cubierta de manchas de sangre seca. De la sangre que él derramó cuando esa última vez no se conformó con usar los puños o las patadas y la ayuda llegó demasiado tarde.
Salí a toda prisa sin despedirme siquiera del inspector. Antes de cruzar la puerta me pareció entrever en un rincón al lar, desconsolado por no haber podido defenderla y evitar la tragedia.
Nunca pude escribir aquel artículo.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 19 de diciembre de 2020