Siroco

Ni en la misma playa éramos capaces de aguantarlo. Hacía un calor bochornoso y húmedo al que se le añadía un viento constante y cargado de partículas que lanzaba despiadado contra nosotros, especialmente hacia nuestros ojos. El siroco no tardaba en mandarnos de regreso a casa a comer y a echar la siesta.

Odiaba la siesta, pero mis padres se empeñaban en que a mi edad y a esas horas no tenía otra cosa más importante que hacer.

Me aburría. Mi habitación era pequeña, calurosa y atestada de muebles, por lo que ni siquiera podía jugar. Además, madre insistía en que debía mantener la puerta cerrada hasta que ella o padre vinieran a despertarme y no salir bajo ningún concepto. Nunca entendí ese afán de mantenerme prisionero en mi propia casa.

Padre acaba de salir del turno de noche y tiene que descansar, me decía madre algunas veces. Otras simplemente me mandaban a mi habitación sin más explicaciones.

Al menos en casa de la abuela podía subir al desván cuando se quedaba dormida en su butaca escuchando el serial en la radio. El desván parecía un horno, pero estaba lleno de maravillas por descubrir y rincones donde esconderme para jugar. Viejas cajas polvorientas, sillas desvencijadas, un aguamanil oxidado, cuadros olvidados y otros cachivaches maravillosos.

Allí podía imaginar que era el capitán de una goleta de las que escoltaban al «Galeón de Manila», que transportaba oro y otras riquezas desde Filipinas hasta Sevilla pasando por Acapulco. Esa historia nos la había contado en clase doña Úrsula, la maestra, antes de acabar el curso.

Azotados por un terrible huracán que amenazaba con hacernos zozobrar, luchábamos sin descanso para conseguir llegar a España con el cargamento intacto. Además, y por si la tempestad no fuera suficiente, debíamos permanecer siempre ojo avizor para evitar que nos sorprendieran los piratas, corsarios o filibusteros que los pérfidos ingleses lanzaban contra nosotros una vez tras otra para hacerse con el botín.

Otras veces me veía explorando Marte. Estaba en la superficie, en medio de una tormenta de arena que podía enterrar mi nave y convertirla en un ataúd cósmico del que jamás podría salir por mí mismo. En el último momento conseguía despegar, forzando los motores y abandonando la tóxica atmósfera. Desde allí me dirigía a la estación espacial de la Federación Planetaria para recibir nuevas misiones.

Pero no ocurría nada de eso, seguía estando en casa, sudando en mi pequeña y atestada habitación y esperando que me dieran permiso para salir.

Algunos días durante la hora de la siesta y también algunas noches sucedía algo peculiar. Padre debía de estar enfermo porque gemía de una manera muy extraña. El dolor debía durarle poco porque en menos de cinco minutos todo se quedaba de nuevo en silencio.

Los días en los que arreciaba el siroco y el calor era casi insoportable venía a visitarnos un compañero de padre. A mí me parecía que la hora de la siesta no era un buen momento para hacer visitas y más cuando padre no estaba, pero nunca dije nada. Para aquellas visitas madre se quitaba la bata de estar por casa y se peinaba más que de costumbre. Inmediatamente me mandaba a mi habitación y me recordaba que cerrara y no saliera hasta que fuera a por mí.

Esas tardes debía de ser madre quien se ponía mala, porque gemía mucho más fuerte que padre y durante mucho más tiempo. La pobre lo debía estar pasando fatal y quizá por eso había llamado al compañero de padre, para no asustarle.

Al rato escuchaba cómo se cerraba la puerta de la calle y venía a liberarme del encierro. Traía el pelo alborotado y estaba muy sofocada. Una vez le pregunté qué le dolía y porqué gemía. Me dijo que eran cosas que no comprendía y que a los mayores no debía preguntarles ciertas cosas.

La primera vez que vino el amigo a la hora de la siesta y no estaba padre, ella me dijo que no podía decirle nada porque le estaban preparando una sorpresa para su cumpleaños. La sorpresa debía de ser muy muy buena porque el amigo venía a menudo.

Con el tiempo me acostumbré a mi pequeña y atestada habitación, que se convirtió en mi nave espacial preferida. Con ella viajé por el universo explorando extraños planetas y acercándome cada vez más a las lunas de Orión o a los satélites de Ganimedes. Al pasar el siroco podría salir de nuevo a la calle a jugar, aunque fuera la hora de la siesta. Eso sí, sin entrar en casa hasta que madre o padre salieran a por mí.

Pasados los años y ya como inspector de policía recordaba aquellas tardes. El siroco vuelve loca a la gente y consigue que haga cosas que en otra situación jamás haría. De hecho, cuando había siroco reforzábamos los turnos, especialmente si además coincidía con luna llena, porque la ciudad se convertía en un auténtico manicomio.

Me olvidaba de un tema importante. La sorpresa se la dio padre a mi madre y a su amigo al presentarse una tarde en casa, sin avisar, a la hora de la siesta. Lo que ocurrió después ya es motivo de otra historia.

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 3 de diciembre de 2020.

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