La carta no escrita

Juan llevaba raro toda la semana. Se le veía taciturno y melancólico, como desnortado. No sabíamos qué le pasaba y él no respondía a nuestras preguntas sobre su estado.

Una tarde, al volver del trabajo, rebuscó por los cajones del salón hasta que encontró una libreta que ya dábamos por perdida. Aquella humilde libreta de espiral guardaba sus dibujos y algunos intentos fallidos de escribir un poema. Eso lo supimos cuando la dejó olvidada encima de la camilla antes de irse a dormir y la fisgamos de forma subrepticia, con el agravante de nocturnidad y alevosía.

Hacía tiempo que la habíamos perdido de vista y estábamos seguros de que la había destruido, pero al parecer solo la había guardado en un lugar diferente al habitual. Tan diferente que ni él mismo recordaba dónde.

El viernes por la tarde después de echarse un rato de siesta, puesto que ese día solo trabajaba por la mañana, su actitud cambió. Irguió los hombros, cogió la susodicha libreta y un bolígrafo y se sentó a la mesa camilla frente a la ventana que daba al paseo. Como el otoño ya estaba avanzado se cubrió las piernas con los faldones. Aunque bajo la mesa no había ninguna fuente de calor, quizá eso le daba confianza.

Abrió la libreta, buscó una página en blanco a la derecha, puso la fecha en el borde superior derecho y apoyó el bolígrafo de nuevo sobre la mesa. Le vimos titubear, mesarse los cabellos y frotarse las manos durante un rato hasta que, de repente, se levantó, guardó libreta y bolígrafo y se marchó a la calle hasta la noche.

El sábado por la tarde se repitió la misma rutina, con el mismo resultado, pero por sus gestos notamos que el valor para ponerse frente al papel en blanco iba disminuyendo.

Llegó la tarde del domingo y animado por el par de «marianitos» que se había tomado con los colegas antes de comer y la media botella de vino con la que ayudó a bajar la comida, se enfrentó de nuevo al vacío blanco del papel. Esta vez escribió algo más, pero no pudimos ver qué era porque su espalda nos lo ocultaba. Parecía que esta sería la definitiva, pero tras un momento de inactividad se levantó y como una furia rompió la libreta en pedazos diminutos que arrojó al cubo de la basura antes de salir de casa dando un portazo.

Nos costó un poco reconstruir la hoja, pero pudimos hacerlo. Bajo la fecha había escrito una simple frase, que sin embargo era toda una declaración de intenciones: «Queridos padres».

Quien os diga que los fantasmas no tenemos sentimientos, miente. Unas enormes lágrimas invisibles humedecieron nuestras invisibles mejillas al saber que no nos había olvidado y que incluso quizá nos había perdonado.

 

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 14 de octubre de 2020.

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