Amanecía en la ciudad cuando desperté sobresaltado, sudoroso y con un sabor salobre en la boca.
La habitación no tenía más muebles que aquella estrecha cama blanca–seguramente residuo de algún antiguo hospital-, de sábanas ajadas y amarillentas que se habían deslizado hasta un suelo de madera con innumerables quemaduras, recubierto de polvo y miseria.
Una luz grisácea, a juego con el color del empapelado, se colaba por la única ventana. Recordé otras habitaciones similares antes de esta, habitaciones sin más mobiliario que una cama, una silla y una triste jofaina sobre un soporte del que colgaba una toalla áspera y acartonada por el uso continuado.
No se oía nada, todos los susurros, gritos y jadeos que se habían ocultado tras la oscuridad habían enmudecido y en el fondo, muy en el fondo, una sirena anunciaba la cercanía del mar y los barcos.
Abrió la puerta y me recordó agriamente que debía irme. Los billetes que anoche dejé sobre la desvencijada mesilla habían desaparecido, junto con aquella intimidad fingida que hacía olvidar que se trataba de un cuerpo de alquiler sin opción a compra.
Fuera, la ciudad despertaba, y al acercarme a recoger mi ropa, un puñado de plumas grises junto a la silla me recordó lo bajo que había caído. En el cristal de la ventana pude ver que mis alas habían vuelto a menguar.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, 16 de noviembre de 2015.
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