Esta mañana ha caído en mis manos, por casualidad, el periódico de hoy. Sin prestarle excesiva atención he ido pasando páginas rápidamente, ojeando las fotografías, hasta que una esquela ha atraído toda mi atención. He visto Anselmo Fuertes López y no he podido leer más porque mi mente ha dado una vuelta de campana y la cafetería de la Universidad se ha transformado en un gimnasio polvoriento, con una luz escasa que, atravesando unos sucios tragaluces, se sumaba a duras penas con la que aportaban algunas lámparas mortecinas que pendían de un alto techo lleno de telarañas.
Apoyado en una espaldera que había conocido mejores tiempos, Don Anselmo nos vigilaba. Era una de las firmes columnas del régimen, similar a muchas otras que sostenían el sistema represivo de un país tan triste y mortecino como las lámparas.
En fila nos dirigíamos hacia el potro, donde con mayor o menor pericia conseguíamos llegar al otro lado, algunos por encima, otros por debajo y Miguelón desplazándolo con su corpachón de gordo risueño que exasperaba a Don Anselmo.
Veo a Manuel, que sin coger apenas impulso pasa por encima casi sin rozarlo, con la agilidad de un gato y cómo la cara de Don Anselmo se contrae en un rictus. No puede ocultar sus sentimientos, odia a aquel desvergonzado que día a día y sin aparente esfuerzo parece desafiarlo y burlarse de él y de su afán por domarlo. Manuel siempre será aquel espíritu libre que consiguió superar el bachiller y la represión sin dejarse ningún pelo en la gatera. La vida le llevará por derroteros muy diferentes a los nuestros y le pasará una desorbitada factura.
La cuchara cae al suelo y este sonido me devuelve a la realidad. Don Anselmo se ha ido, pero bastante antes lo hizo Manuel.
Bartolomé Zuzama i BIsquerra. Valladolid 05/X/2015