Diarios de encierro (I)

IMG_1431Aquello no se lo iba a perdonar a su mujer en la vida. Llevaba insistiendo en que tenían que hacer un crucero con los amigos un montón de años y él se había resistido como un gato panza arriba, pero al final se había salido con la suya. Se marcharon de crucero y regresaron con un virus que les obligaba a permanecer recluidos en su casa al menos durante treinta días.

Sus amigos estaban igual que ellos y como a casi todos les gustaba escribir, decidieron buscar temas comunes para ver qué salía de esa especie de loca creatividad colaborativa.

Como disparadero creativo para sus escritos, alguien propuso seguir la dinámica y la estructura del Decameron de Bocaccio y luego poner todas sus historias en común de forma telemática.

En la primera de las entregas cada persona debía hablar de lo que más le agradaba, lo que más le gustaba, de aquello que le hacía feliz.

Sin pensárselo mucho, Dámaso se lanzó de cabeza y sus manos aterrizaron en el teclado de su ordenador.

LO QUE ME AGRADA

No era muy dado a la introspección, aunque lógicamente pensaba las cosas antes de hacerlas. Su trabajo como consultor le exigía valorar y tomar decisiones en plazos de tiempo muy cortos. Era preferible un error, más o menos controlado, a la inacción.

¿Qué le gustaba? ¿Qué le hacía feliz? ¿Eran las mismas cosas? ¿Qué echaba de menos?

Reflexionar sobre estos aspectos a su edad era un ejercicio muy peligroso. Podía concluir que aquello que le gustaba o le hacía feliz no era lo que tenía o lo que guiaba su vida actual y hacer alguna tontería. No sería el primer cincuentón que dejaba a su mujer y se iba a ver mundo con otra mucho más joven, aunque sobre eso había mucha «fake news». Si a un más o menos agraciado físico no le acompañaba una cartera bien provista, lo más probable es que la aventura finalizase incluso antes de empezar, regresando a casa con el rabo entre las piernas, real y metafóricamente hablando, para suplicar perdón.

En fin, vamos a arriesgarnos, se dijo, no puede ser tan terrible. Soy razonablemente feliz con lo que tengo y con lo que he hecho y no debería llevarme ninguna sorpresa.

La música disco y las lentejuelas no me gustan, luego por esa parte estoy tranquilo, el travestismo no es lo mío. Al gen sueco oculto en mi ADN le debo mi aversión al futbol, a los toros y a cualquier otro tipo de entretenimiento casposo y cavernícola, respetando al personal a quien le gustan esas cosas. Las armas no me agradan y soy bastante cegato, luego podemos descartar la caza. De joven pesqué algo, pero me aburría y el pescado no me vuelve loco, salvo que previamente hayan tirado un cerdo al río y luego lo asen.

El esquí lo probé una vez de joven y casi me llevo por delante a dos viejas y siete niños que esperaban a su monitor, antes de que me expulsasen de las pistas, por ahí tampoco. La comida y la bebida me gustan, pero no me apasionan y no empeñaría mis bienes para ir al último gastrobar de moda, las aglomeraciones no son lo mío ni el cilantro tampoco.

La lista de placeres ocultos o insatisfechos se le iba acabando, por lo que debía empezar a sincerarse, a dejar de divagar y a buscar en su interior. Quizá la respuesta era mucho más sencilla y estaba a la vista, el mejor lugar para ocultar aquello que no quieres que nadie encuentre. Se acordó entonces de un concepto que cuando lo oyó por primera vez no le caló demasiado, pero el tiempo lo había mejorado, como a los buenos vinos. Ese concepto era el de ser feliz a través de las pequeñas cosas y se planteó que quizá fuera una buena óptica para analizar aquello que le hacía o le había hecho feliz en algún momento.

Ese café de media mañana con algún conocido o conocida por el centro, una caña fresquita cuando las temperaturas comienzan a subir, el nomadeo sin rumbo por cascos antiguos de ciudades caducas y burguesas, evitando a los enjambres de turistas que, cual modernos bárbaros, arrasaban todo a su paso.

Aquel lento navegar a vela cruzando una bahía que conocía y amaba o amodorrarse como un anfibio satisfecho bajo un sorpresivo sol invernal que llena de vida los grises de una Castilla lenta y triste.

La lectura de pasajes repetidos y familiares, pero que siempre te levantan el ánimo o esa música que te hace saltar de la silla y brincar como cuando tenías muchos menos lustros.

Los olores cálidos, los colores sabrosos y tú, familiar y conocida, color y olor, mi sol, mi vela y mi brújula, mi amante desconocida y mi familia cercana. Mujer, madre, amante, amiga, acicate y látigo, recuerdo y carne. Amor y cariño, ancla y soporte. Socia, jefa y aliada. Tú omnipresente, tú, mi pequeña cosa, mi felicidad, mi placer oculto, mi raíz perpetua, mi musa y siempre, siempre, mi mejor relato.

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 16/03/2020 (Segundo día de clausura)

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