Sabía que me arrepentiría por tomarme otro café, pero al carajo, solo se vive una vez, aunque sea como un perro.
A mi espalda, en una pared que en su día fue blanca, una ventana abierta sobre la vida. Una vida a la que llevaba tiempo sin atender.
Entre las penumbras distinguía a algunos parroquianos que, como yo, apuraban su existencia y su café sin degustarlos, con desgana e indiferencia. Era un garito como tantos otros, en un barrio aburrido como tantos otros.
Alguna vez fui alguien, incluso llegué a amar, pero el tiempo que todo lo calma me arrastró a la orilla como esos pedazos de madera o cristal que han perdido el brillo y la identidad por efecto de las olas, y todos se parecen.
Hasta las rutinas eran similares. Dormir, malcomer, vegetar frente a la taza de café o el vaso de vino peleón para regresar a una casa vacía, donde una televisión vacía rellenaba las horas que quedaban hasta irse al catre. Era una carrera por dejar pasar el tiempo sin felicidad ni sobresaltos hasta la hora de ir a visitar el huerto del señor cura o, como decían los ancianos de mi pueblo, «a ver crecer las lechugas desde abajo».
Las arrugas y la pérdida de pelo que el espejo me devuelve cada mañana me indican el paso de los años. Otros cambios pasan más desapercibidos, pero están presentes. La vista y el oído ya no son lo que eran, pero para lo que hay que ver o escuchar no me afectan demasiado. Más me molesta no poder pasar una noche entera sin tener que levantarme por culpa de la maldita próstata.
El otro día, buscando otra cosa, encontré en un cajón un pañuelo que no era mío. El escaso perfume que todavía lo impregnaba me transportó a otra dimensión, quizá a otro planeta en el que algún día fui feliz. La sensación apenas duró un instante, pero alteró mi deliberada y voluntaria rutina. Menos mal que todo volvió pronto a la realidad y el vacío ocupó de nuevo mi corazón permitiéndome seguir existiendo.
Volví a una realidad de mierda, pero que me protege como un escudo frente a peligrosas aventuras como el amor, la amistad o la siempre dolorosa felicidad, que te embriaga y te lleva a la tumba entre sufrimientos.
Sabía que me arrepentiría por tomarme otro café y mis tripas me lo han recordado de la peor manera.
Mientras me arrastro al servicio veo en la penumbra de aquel garito triste de barrio prescindible cómo los parroquianos siguen apurando la vida sin mancharla.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Palma de Mallorca, 25 de octubre de 2021
Uno de tus mejores textos. Una buena historia. Saludos.