Siempre le había parecido que al árbol de Navidad le faltaba algo para ser perfecto, pero no sabía qué era.
Fuera llovía a cantaros y se aburría. Preferiría estar jugando con sus amigos en la calle en vez de quedarse en casa de la abuela, que olía a viejo y donde no podía moverse sin escuchar sermones.
El abuelo dormía en la butaca. El periódico había caído al suelo. Las gafas habían resbalado hasta la punta de su nariz, haciendo que cada respiración sonara como los matasuegras que a veces le regalaba su tío.
La abuela trasteaba en la cocina preparando la cena y alguno de los platos de las próximas fiestas. Como la puerta estaba entornada, no podía verle.
Le habían repetido un montón de veces que no subiera al desván, que los travesaños no eran seguros y podía caerse, pero solo habían conseguido acrecentar sus ansias de explorarlo. Era el momento perfecto, si no hacía ruido podía subir y ninguno de los dos se enteraría. Echaría un vistazo y volvería a bajar.
Evitando el segundo escalón que crujía, subió rápidamente la escalera de madera y al entrar en el desván encendió la luz. La bombilla, cubierta por un polvo de años, arrojaba una luz mortecina que apenas permitía distinguir nada. Muebles, cajas, maderas, viejas alfombras y algunos periódicos se amontonaban en el círculo vagamente iluminado. Entre todos aquellos trastos destacaba un pequeño baúl que parecía que le incitaba a abrirlo.
Intentó resistirse, pero la tentación era demasiado fuerte. Dio dos pasos, procurando pisar siempre sobre las vigas, y se situó frente al baúl. “Seguro que está cerrado” pensó, pero no obstante intentó abrirlo. La tapa, aunque un poco dura al principio, cedió con un quejido permitiéndole ver un contenido exiguo: un montón de cartas amarillentas atadas con un lazo de seda azul y un bulto no mayor que una mano, envuelto en un ajado y polvoriento trozo de terciopelo granate.
Sin poder explicar por qué, su mano asió aquel objeto que le atraía como un faro a los barcos en noche de niebla. Lo guardó en el bolsillo del pantalón, bajó la tapa y abandonó el desván al oír movimiento en la cocina. Con las prisas se le olvidó el segundo escalón y su crujido atrajo a la abuela, que le pilló todavía en la escalera.
-¿Qué andas haciendo, rapaz? Ya te dije que no debes subir al sobrao, que es peligroso.
-¡Es que me aburría, no me dejáis hacer nada de lo que me gusta!
-Anda, deja de quejarte y ayúdame a pelar el cardo para Nochebuena.
Al acostarse, su mano tropezó con el objeto, lo sacó y quitó el paño que lo cubría. Un pequeño ángel dorado, con las alas extendidas, reflejó la luz y al resplandecer pareció que cobraba vida.
Aquél resplandor lo deslumbró y súbitamente, como si se hubiera roto una compuerta, un montón de imágenes olvidadas irrumpieron en su memoria.
Y recordó aquellas navidades en familia, cuando su padre les contaba sus singladuras por el Mar de Barents, a la caza de ballenas. Historias sobre paisajes eternamente blancos donde habitaban animales tan graciosos como los pingüinos o las focas y donde el aliento se helaba al abandonar la boca. También les contaba cómo celebraban la Navidad aquellas personas, todas rubias y grandes, que adornaban sus árboles y colocaban un ángel en la rama más alta. Una Navidad trajo uno y desde entonces, cuando adornaban juntos el árbol, era lo último que colocaban.
Cuando su padre faltaba, su madre le leía sus cartas, las que mandaba desde aquellos lugares mágicos que quedaron para siempre en su memoria. Las cartas que guardaba, envueltas en un lazo azul, en aquel pequeño baúl de la repisa de la chimenea.
Después, cuando la vida le volvió la espalda y ya nadie pudo escribirle o leerle cartas, la abuela debió traerlo con otros recuerdos y lo guardó en lo más oscuro del desván, con la mejor de sus intenciones. Más adelante se lo daré, pensaría, pero el olvido y la edad se aliaron contra ella.
De repente, las gafas resbalan de mi nariz y me sobresalto. He debido quedarme dormido y los chicos estarán a punto de llegar. Hoy es Nochebuena y como todas las Navidades, querrán que les lea las cartas y les cuente las historias de su abuelo, que estuvo en el Polo Norte donde conoció esquimales, se peleó con un oso blanco y trajo el ángel dorado para nuestro árbol.
Bartolomé Zuzama. 04/01/2015