Se acercaba el 9 de julio en el que, como cincuenta losas, me iban a caer encima cincuenta primaveras y en el ambiente familiar se intuía el contubernio matriarcal, porque para los que no me conozcan detallaré que soy una minoría oprimida por tres mujeres, mi contraria y mis dos hijas.
Como os decía, se notaba que algo se estaba cociendo, uno no traspasa el medio siglo todos los días y esperaba una celebración especial. Llegó el día y tras las consabidas felicitaciones más o menos húmedas por la efusión y el carácter de cada una, aparecieron los regalos.
Además del whisky de malta, el libro que sutilmente me había encargado de recordar que me gustaba y un periódico del día que nací, ya de por sí obsequio original, me regalaron un álbum.
Ese álbum representaba un ingente y secreto trabajo colaborativo en el que habían participado tres generaciones, mi madre, mis hermanos con mi mujer y finalmente mis hijas, ya que reunía fotos prácticamente desde mi nacimiento hasta la fecha. Con una cuidada encuadernación reunía, perfectamente maquetadas y ordenadas cronológicamente, un montón de fotografías sobre mi persona, prácticamente desde mi nacimiento hasta la actualidad.
Al entregármelo, las lágrimas que a duras penas había conseguido reprimir arrasaron con todas las convenciones y el saber estar y corrieron por mis mejillas, mientras un nudo en la garganta me impedía emitir otro sonido diferente a un gemido en sordina.
Cuanto más me fijaba en quienes me rodeaban, mayor era mi desolación. Ellas creían que lloraba de emoción, pero el motivo de mi profunda aflicción no era el regalo, sino la tremenda falsedad que ocultaban aquellas fotos.
El niño que aparecía acompañado por sus abuelos, sus padres e incluso alguno de sus hermanos no era yo. Aquel niño murió y fue sustituido, en devolución de un inconfesable favor, por el fruto de la relación de un prohombre del régimen con una mujer poco recomendable para su carrera social y política en una sociedad como la mallorquina de postguerra.
La verdad sobre mi nacimiento era un secreto que debía continuar así, ni mi mujer ni mis hijas podrían saber que por mis venas corría sangre emparentada con la de uno de los nobles que acompañaron al Conquistador, cuya descendencia había sido soporte de tronos y gobiernos desde entonces.
No lloraba de emoción, lloraba de asco.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, 5/X/2015