Cada tarde, haga frío o calor, salen a pasear; únicamente la lluvia lo impide. De la carretera, al cementerio; del cementerio, a la escuela y desde allí, en invierno, a casa. Cuando el calor templa las calles y sus achaques, sacan las sillas a la calle hasta que no distinguen los adobes que faltan en la pared de enfrente.
Caminan despacio, el peso de su existencia las amarra a aquel suelo polvoriento y a una vida sin sorpresas, salvo las que da la salud o la falta de ella. En el camino repasan la lista de amistades y familia para poner al día las ausencias definitivas.
En el pueblo siempre ha habido un lugar donde el vino y la baraja han adormecido las ansias de volar hacia destinos menos predecibles, pero es para los hombres y los jóvenes. Desde siempre ha sido así y ya es tarde para cambiar de hábitos. El único cambio es echar humo, de tarde en tarde, en alguna celebración o como pueril acto de rebeldía.
Cuando la luz va dibujando los campos, ya están levantadas y con una taza preparada para sus hombres, que aunque igual de mayores o más que ellas, deben salir a las tierras. Café, leche o achicoria azucarados con el cariño distante del roce que dan existencias y desgracias compartidas. Luego darán un repaso a la casa antes de preparar la comida.
Esta tarde, al pasar por la escuela, una ha recordado las matemáticas que les enseñaba el maestro; nunca llegaron al Teorema de Pitágoras, no lo iban a necesitar. Algunas nociones de lectura y escritura eran más que suficientes, eso sí, debían conocer las reglas de urbanidad, las de la perfecta casada y todas las oraciones del misal. Ya desde pequeñas, les trazaron una vida que ha ido transcurriendo sin salirse de la línea, sin colorear fuera del dibujo.
A su alrededor, todo se mueve, pero nada cambia. Poco a poco las casas van cerrando sus ojos de cristal y madera y sus paredes van siendo derrotadas por la lluvia y el abandono. El cementerio es lo único que crece.
Hoy falta una y el recorrido cambia, hay que acercarse a su casa para ver qué le pasa, si necesita algo. Tras la visita, retoman la rutina: de la carretera, al cementerio; del cementerio, a la escuela y de la escuela, a casa, que estamos casi en invierno y el aire ha refrescado.
A medida que la luz busca otros lugares menos predecibles, el pueblo empieza a oler a gloria, y de contadas chimeneas escapa el humo de las ramas de pino que se queman para calentarla. Mañana será otro día, igual que el anterior, igual que el siguiente. Solo los cambia el pescadero que anuncia merluzas desde su furgoneta o la sacristana tocando a difuntos.
Hoy es sábado y no hay paseo. Han venido los nietos de la ciudad y se marcharán tarde, pero mañana el ciclo, como la rueda de la vida, volverá a comenzar.
BARTOLOME ZUZAMA. Valladolid, 18/09/2015