A principios de este año escribí este relato y lo presenté a varios concursos, lamentablemente sin ser premiado.
Cuando se cumplen cuarenta años de la muerte de un dictador que se sublevó contra el gobierno constitucional y llevó a España a una guerra entre hermanos de la que todavía no se han cicatrizado adecuadamente las heridas, he creído que sería un bueno momento par darlo a conocer. Es un poco más largo de lo habitual, pero espero que os guste.
Ya llegábamos al pueblo y Elisa, mi madre, me dio unos golpecitos para despertarme. Abrí los ojos y medio dormido dije con fastidio, tras echarle una ojeada al paisaje:
— ¡Vaya mierda de pueblo, seguro que no hay ni internet! No sé por qué hemos tenido que venir aquí.
Mamá suspiró. Una madre soltera en paro y con un hijo de diez años no siempre puede elegir. En el fondo habíamos tenido suerte, solo habían pasado tres meses desde que la despidieron de la residencia para mayores. Me explicó que las familias preferían llevarse a su casa a los abuelitos para poder llegar a final de mes con la pensión.
Había buscado trabajo en Madrid, pero únicamente le ofrecían cuidar a ancianos o a enfermos, de noche y por una miseria. Cuando vio aquel anuncio en Internet ni lo pensó. Un anciano ciego necesitaba a alguien para cuidarle a jornada completa, ofrecía vivienda y un salario relativamente decente. La pega era que el trabajo era en Fonfría de Aliste, pequeño pueblo de Zamora hacía donde nos dirigíamos, con toda nuestra vida apilada entre el maletero y el asiento de atrás.
Cuando entramos en la casa, mi primera impresión no fue muy buena. Olía a cerrado y a viejo, estaba a oscuras y se escuchaba una música de piano que venía de la sala.
—Buenos días, Don Francisco dijo Juana, la trabajadora social encargada de presentarnos. Le presento a su nueva cuidadora, se llama Elisa y viene de Madrid con su hijo Andrés.
Juana encendió la luz y lo vimos por primera vez. Estaba sentado en una butaca roja que parecía su preferida, tenía el pelo blanco y unas gafas oscuras cubrían sus ojos.
— ¡Bonjour!, perdón, quise decir buenos días. Deben disculparme, todavía pienso en francés. ¿Qué tal el viaje? —Tenía una voz grave pero agradable y hablaba con un leve acento extranjero—. Supongo que les habrá extrañado que esté todo a oscuras, pero como yo no necesito luz… Ahora será diferente. Por favor, instálense sin prisas y luego ya hablaremos. Ah, déjense de dones y llámenme Paco. En el pueblo me conocen como Paco “el francés” y me parece bien.
Así comenzó nuestra nueva vida en aquel pueblo. Subimos a nuestra planta y mi madre me dejó muy clarito que para mí seguiría siendo Don Francisco, que debía respetarle y tener en cuenta que era una persona mayor que nos daba trabajo y un lugar donde vivir.
Retomé mis estudios en el colegio del pueblo. Era diferente al mío de Madrid pero no estaba mal, tenía diez compañeros de clase que, desde el primer momento, me aceptaron sin problemas. En casa no había Internet, pero en la biblioteca sí, y de hecho los profesores nos animaban a utilizarlo para hacer los trabajos de clase.
Poco a poco fuimos conociendo algo más de él. Aunque era de Zamora, emigró a Francia siendo bastante joven, sufrió un accidente que lo dejó ciego y tenía una pensión del estado francés. Se casó con una francesa y no habían tenido hijos. Cuando ella murió, se volvió a España. No era muy hablador, pero tenía buen trato y era amable.
Fueron pasando los días y una tarde que volvía muy cabreado de clase, al entrar en casa tiré la mochila al suelo. Don Francisco percibió que algo no iba muy bien. Había escuchado el golpe y eso se salía de lo habitual, porque aunque esté mal decirlo, soy bastante ordenado.
— ¿Qué pasa, garçon, estás molesto por algo?
—Jo, el colegio es un rollo. El profe de lengua nos ha dicho que tenemos que escribir un relato y a mí se me dan fatal, no me sale ninguno. Voy a hacer el ridículo y encima me van a catear.
Aquella noche, mientras cenábamos, le dijo a mi madre:
—Creo que Andrés está un poco preocupado por sus deberes de lengua, porque no se sabe ninguna historia. Yo podría ayudarle en eso, si a usted le parece bien. Por suerte o por desgracia, mi vida ha sido bastante movida hasta que conocí a Juliette, mi mujer. Podría contarle algunas historias, aunque son bastante tristes ya que tienen que ver con la Guerra Civil y la postguerra.
— ¿Qué te parece, Andrés, te gustaría que Don Francisco te cuente alguna historia para el trabajo del cole?
Miré a mi madre encogiéndome de hombros. No sabía por dónde iba a salir, igual se ponía en plan abuelo cebolleta y no había quien le aguantase, pero eso era mejor que nada.
Después de cenar se sentó en su butaca y yo en la mesa, con un cuaderno para tomar notas. Mamá trajinaba en la cocina, aunque pendiente de las palabras del anciano, que pareció dudar antes de empezar con el relato.
“Como sabrás -comenzó diciendo-, en España hubo una guerra entre el gobierno republicano legítimo y un grupo de militares sublevados. Duró tres años y dejó más de un millón de muertos, gran número de prisioneros y mucho odio entre hermanos. Aunque la guerra fue cruel, para muchos la postguerra fue todavía peor, por las represalias de los vencedores. Bastaba que alguien te señalara como rojo y acababas con tus huesos en la cárcel o, en el peor de los casos, sin vida en una cuneta.
Nací en Zamora en al año veintinueve. Mi padre era maestro y aunque nunca entró en política, simpatizaba con la causa republicana por las mejoras que había emprendido en la enseñanza.
La guerra nos pilló en Faramontanos de Tábara aunque conseguimos huir a la capital, donde teníamos amigos de confianza. Mi padre tuvo que convertirse en un topo; llamaban topos a quienes tuvieron que esconderse durante años para escapar a la represión franquista, sobreviviendo como pudieron hasta la amnistía del sesenta y nueve. Por desgracia, mi padre enfermó gravemente y una noche, cuando lo llevábamos a un médico conocido, nos detuvieron. Encerraron a mis padres y a mí me llevaron a un reformatorio en Benavente. Eso ocurrió en el cuarenta y tres, yo tenía catorce años.
“Mis padres murieron en la cárcel, aunque ella tuvo una agonía mucho más larga. Cuando me enteré, decidí que me escaparía y abandonaría España.
En el reformatorio, entre rosarios, palos, hambre, frío y piojos, entablé amistad con el hijo de un anarquista leonés que había muerto en la ofensiva del Ebro. Se llamaba Germinal, aunque decía que se llamaba Ricardo para evitar problemas. Me aseguró que si conseguíamos huir, sus amigos nos ayudarían. En enero del cuarenta y cinco, aprovechando el frío y un descuido de los curas, nos escapamos”.
En ese momento, mamá, que se había sentado a la mesa junto a mí, se dio cuenta de que ya le costaba seguir hablando.
—Es hora de acostarse, tienes que madrugar y Francisco está cansado, mañana podéis seguir con la historia.
Aquel día las clases se me hicieron eternas, quería llegar a casa para seguir escuchando el relato. Tras la cena, Francisco desde la butaca me dijo:
—Por favor, tráeme un tubo que encontrarás en el baúl de la entrada. Me ayudará a recordar, porque ha llovido mucho desde aquello.
Abrí el baúl y de entre un montón de libros y papeles cogí una especie de tubo con una correa y se lo di. Al cogerlo, acarició con suavidad su piel ya cuarteada y permaneció un momento en silencio.
—Es un portamapas de la República, ábrelo y saca con mucho cuidado lo que hay dentro. Que no se rompa, que tiene un montón de años.
Enrolladas dentro del tubo había unas hojas de papel que extendí sobre la mesa, sujetando las esquinas. Eran mapas con un escudo y un membrete que ponía: “Servicio Geográfico del Ejército. República de España”. La que quedó encima ponía: “Sierra de la Culebra – Villardeciervos – Escala 1:50.000 – Sistema Lambert”.
—Aquí tienes la prueba de que la historia que te estoy contando es completamente verídica. Al escaparnos del reformatorio conseguimos llegar a León donde nos ocultó un familiar de Germinal, mientras decidíamos qué hacer. Si nos cogían nadie nos libraría de la cárcel, por prófugos o en aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.
“Supongo que sabes que al acabar nuestra guerra civil se inició en Europa la Segunda Guerra Mundial. A partir del año cuarenta y dos aparecieron en distintos lugares de España guerrillas llamadas maquis, para intentar derribar al gobierno franquista. Una de sus zonas de actuación eran los montes de León, el este de Orense, El Bierzo y la Sanabria zamorana. Algún familiar de Germinal estaba en un maquis y decidimos que nos uniríamos a ellos.
Tras varias peripecias conseguimos llegar a Ungilde, cerca de Puebla de Sanabria, donde nos esperaban los que iban a ser nuestros compañeros. Nos incorporamos a un grupo conocido como la Banda del Agua, porque aprovechaba ríos, arroyos y riachuelos para moverse y burlar a la Guardia Civil.
Nuestra misión era mantener abiertas las vías de comunicación con Portugal, puesto que desde allí nos llegaban armas y provisiones y era nuestro santuario en caso de problemas. Nos buscaban tanto la Guardia Civil como la Guardia Nacional Republicana portuguesa, ya que ambos lados de la frontera estaban gobernados por dictadores. El puesto fronterizo más cercano, que evitábamos como a la peste, era el de Rihonor de Castilla, donde había un destacamento conjunto de ambos cuerpos. A través de la Sierra de la Culebra introducíamos suministros hacia España o ayudábamos a cruzar la frontera a personas que huían de la represión. Una de nuestras armas más eficaces eran mapas elaborados por la República y actualizados por nosotros, como los que tienes ahí. Si te fijas bien, al noreste de Rihonor verás Peña Centinela y casi en la raya fronteriza, el pico Tres Señores, uno de nuestros puntos de cruce más usados hasta que todo cambió, pero de eso hablaremos mañana, me voy a dormir que estoy muy fatigado”.
A la noche siguiente retomó su relato. Se notaba que cada vez le costaba más, pero como si el objetivo de su vida fuera transmitir aquella historia, seguía adelante:
“Prácticamente no tuvimos ningún encontronazo con la Guardia Civil durante más de un año, pero a finales del cuarenta y seis la suerte nos abandonó. El gobierno quería acabar cuanto antes con el maquis por lo que se reforzaron los destacamentos y se comenzó a aplicar cada vez más indiscriminadamente la “ley de fugas”, disparando sin previo aviso sobre cualquiera que pareciera sospechoso.
La tarde del Día de Difuntos acompañábamos a un matrimonio a cruzar la raya. Mientras descansábamos en el Molino Derrengao, antes de cruzar el Río Manzanas, escuchamos vehículos que se acercaban. Cruzamos el río como pudimos intentando llegar al río Guadramil, pero además de los guardias que venían en los camiones, un pelotón de la Guardia Nacional Republicana que había cruzado la frontera nos cerraba el paso por el sur.
No llevábamos más que las navajas y unos bastones. No tuvimos ninguna oportunidad, dispararon a matar. Germinal y la pareja fueron abatidos y yo recibí un disparo, aunque únicamente me rozó las costillas. No sé cómo lo hice, pero conseguí escapar y esconderme en el bosque hasta que dejaron de buscar. Tres días más tarde, cansado, herido y hambriento, logré cruzar la raya y encontrar a nuestro enlace, que me escondió hasta que pudieron acompañarme a Oporto. Allí me metieron en un barco con destino a Francia. Se habían acabado mis aventuras en España. Solo llevaba algo de dinero y este portamapas que he guardado todos estos años porque me recordaba nuestra lucha”.
—Francisco, déjelo por hoy, parece fatigado y ya son casi las doce. Vámonos todos a la cama, dijo mi madre al darse cuenta del sufrimiento que reflejaba la cara del anciano.
A la mañana siguiente Francisco no se levantó, le costaba respirar y tenía fiebre. Mi madre pensó que sería un resfriado, que con reposo y alguna aspirina pasaría pronto.
Yo estaba muy impresionado por la historia y aproveché la tarde para empezar a escribir mi relato. Aún no tenía nombre pero sí lo más importante, un protagonista y una aventura.
Dos días más tarde Francisco se levantó y aunque bastante desmejorado, insistió en esperarme levantado. Tenía que acabar de contarme aquella historia.
Cenamos pronto y nos sentamos junto a él. Tanto mamá como yo estábamos pendientes del final del relato, pero también preocupados porque parecía que las fuerzas que mantenían al anciano lo habían abandonado. Aun así continuó.
“Llegué a Francia a finales del cuarenta y seis, con diecisiete años. No tenía estudios ni oficio, no conocía el idioma y no tenía papeles. La persona que se hizo cargo de mí cuando desembarqué en La Rochelle, un miembro del PCF, me contó en un mal español que había comenzado la guerra de Indochina, y que al tener algo de experiencia en combate, no tendría problemas para alistarme en alguna unidad, en esas circunstancias no les importaba el pasado de sus reclutas. Así acabé en el Segundo Regimiento Extranjero de Paracaidistas, llegando a Indochina en el año cincuenta y a Dien Bien Phu en marzo del cincuenta y cuatro”.
Empezó a toser y mamá lo acompañó a su habitación. Se la veía preocupada y me dijo que por la mañana llamaría al médico.
Al despertar estaba peor y no se levantó de la cama. El médico se pasó por la tarde y le recetó algunas medicinas, aunque comentó que no observaba nada grave.
—Será un poco de gripe, que este año es muy fuerte y a estas edades les afecta bastante. Que no se levante y procure que no le suba la fiebre.
El día siguiente era sábado. Como no tenía clase y llovía me quedé haciéndole compañía, mientras mamá salía a hacer recados. A media mañana parecía estar mejor y me dijo que si quería terminaba de contarme la historia, ya que el lunes tenía que leerla en clase. Aprovechando la luz que entraba por la ventana continuó con el relato.
“Entre los años cincuenta y cincuenta y cuatro el Regimiento participó en numerosos enfrentamientos y en marzo de ese año nos desplegamos en Dien Bien Phu para cortar las líneas de suministros del enemigo.
Tras una encarnizada y sangrienta batalla, sucedió lo que parecía imposible. El siete de mayo, día de mi veinticinco cumpleaños, el Coronel de Castries se rindió. De los veinte mil soldados que componían la guarnición, casi dos mil quinientos murieron y más de once mil fueron hechos prisioneros. Además de resultar herido y perder la vista, yo fui uno de ellos”.
De repente empezó a sudar y a respirar con dificultad. Me asusté y salí corriendo a buscar a mi madre. La encontré en la tienda y volvimos inmediatamente a casa. No se escuchaba ningún ruido y pensamos que se habría dormido. Cuando mamá le tomó el pulso, me echó de la habitación y llamó a Emergencias, que al llegar únicamente pudieron certificar su defunción.
Mamá se encargó de todo y siguiendo instrucciones de Francisco, se llevaron sus restos a incinerar. Nada de funeral ni de actos religiosos.
El lunes empezamos a empaquetar nuestras cosas para regresar a Madrid. A media mañana llamaron a la puerta y Juana, la trabajadora social, entró.
—Buenos días. ¿Qué hacéis? —, preguntó extrañada.
—Pues ya lo ves, esto se ha acabado y tendremos que marcharnos —dijo mamá.
—Debéis perdonarme, he estado fuera hasta hoy y no he podido hablar antes con vosotros. Tengo cosas importantes que comunicaros.
Nos dijo que Francisco ya estaba muy enfermo cuando vino, y que quería morir en España. También comentó que estos meses en los que habíamos convivido se había sentido muy a gusto y que con su complicidad y ayuda había arreglado unos papeles para darnos una sorpresa.
—Como no tenía familiares conocidos, decidió nombraros herederos. Recibiréis la casa y una cierta cantidad económica que os permitirá salir adelante. La única condición que exigió es que os hagáis cargo de sus cenizas y las disperséis en algún lugar importante para él.
Nos quedamos mudos por la sorpresa, aunque yo conseguí decir:
—Vaya, siento muchísimo que muriera tan pronto y no pudiera acabar de contarme la historia.
—Creo que en eso te puedo ayudar un poco —, dijo Juana de nuevo. Además tengo una cosa de su parte para ti.
Nos contó que tras la caída de Dien Bien Phu, Francisco estuvo prisionero hasta el año cincuenta y seis, en que regresó muy enfermo a Francia. En París fue condecorado por el Presidente de la República Francesa y estuvo casi seis meses en un hospital para restablecerse. Allí conoció a Juliette, que era enfermera y se casaron. Las secuelas de las heridas, la edad y el vacío tras la muerte de su esposa lo llevaron a la tumba.
—Me dijo que te entregara esto, que era la prueba que te faltaba para cerrar la historia.
Sacó de su bolso un estuche de terciopelo azul y me lo dio. Dentro había una medalla que en el centro tenía una figura femenina y una cinta roja.
—Es la medalla de Caballero de la Legión de Honor, que únicamente se concede por méritos extraordinarios, muy pocas personas la poseen.
Al día siguiente, en clase de lengua, salí a la pizarra y haciendo un esfuerzo por contener la emoción, empecé a leer:
—Esta es la historia de un héroe que tuvo que marcharse a otro país para que lo condecoraran…
El siguiente fin de semana, mamá y yo viajamos hasta Riomanzanas. Dejamos el coche y ayudados por los mapas de Francisco caminamos hasta el vado más próximo al Molino Derrengao, o a lo que quedaba de él. Allí dejamos que el río arrastrara sus cenizas hacia Portugal.
Bartolomé Zuzama. 25/01/2015