De repente el suelo cedió bajo mis pies y caí de espaldas por una sima de paredes circulares mientras veía cerrarse rápidamente su boca luminosa. La velocidad era cada vez mayor, como la oscuridad que me rodeaba, pero por alguna razón desconocida no sentía miedo.
Vivo en una pequeña aldea en medio de unos espesos y antiguos bosques que nos han permitido subsistir y a los que cada vez comprendemos menos. El antiguo conocimiento se va perdiendo y los más jóvenes solo piensan en quemar, roturar y despejar la espesura para sembrar y apacentar el ganado.
Las casas, en lo alto de la colina, circundan una pequeña plaza con una fuente. Su agua pura y transparente, al saltar en el pilón, producía sonido y paz. Hace ya tres semanas que dejó de manar y ahora tenemos que acercarnos al arroyo a buscar agua. Al secarse aparecieron las enfermedades. Mi madre Esmeralda ha sido una de las últimas en enfermar y yace en su cama desde hace días, entre la vida y el sueño.
Me llaman Aguasanta y nací hace diez veranos. No conocí a mi padre, que desapareció el día en que mi madre se puso de parto. La vieja Ruibarba, cuando mi madre no la oye, dice que me parezco a las hijas del bosque, los únicos humanos que podían comunicarse con las criaturas mágicas. Yo la miro con dudas, pero cuando cruzo la primera línea de árboles y me adentro en la espesura, escucho sonidos que otras personas no perciben, aunque no los comprendo.
Siempre me contaba historias sobre criaturas mágicas como los boscos, primos de los enanos o los truños, que siempre están haciendo travesuras como los duendes. Mis preferidas eran las lúminas, una especie de pequeñas hadas luminosas que vivían entre las flores de los arroyos. Me hablaba también de los nuberus, de los trasgos trotadores y de los espíritus sanadores que cuidaban de todos nosotros. Decía que en los tiempos antiguos todas las criaturas, incluidas las humanas hijas del bosque, se comunicaban con un lenguaje llamado florestán.
Ya no hay criaturas mágicas y el bosque no nos habla desde que empezamos a destrozarlo. Nuestros antepasados únicamente cortaban árboles enfermos o secos para tener leña y a cambio recibían miel, resina, hongos, frutos rojos y otros productos que los mantenían sanos. Tampoco tenemos ya agua en la fuente.
Ruibarba me enseñó a reconocer las plantas sanadoras, y como mi madre se adentraba cada vez más en el sueño, decidí acercarme al bosque para buscar algún remedio.
Como siempre al adentrarme en la espesura, escuché susurros y sonidos a mi alrededor. Caminaba por un sendero despejado cuando de repente, una raíz que hubiera jurado que un instante antes no estaba ahí me hizo tropezar. Al caer, mi cabeza golpeó un árbol y me desvanecí. No sé cuánto tiempo permanecí así, pero tuve la sensación de que algo hurgaba en mis oídos. Al abrir los ojos, la raíz había desaparecido y el sendero estaba limpio. Iba a continuar cuando un susurro me indicó: “ve a la derecha, ve a la derecha”. Sorprendida salí del sendero y empecé a caminar hacia una de las plantas que buscaba y que vi en un pequeño claro iluminado por un rayo de sol. En ese momento el suelo cedió y empecé a caer.
Cuando ya la oscuridad era absoluta, mi cuerpo frenó su caída al encontrar y hundirse en una superficie blanda como un colchón de lana. Noté un movimiento y a la vez, un par de pequeños seres luminosos se acercaron a mi cara, aportando una cálida, aunque escueta, luz anaranjada.
No pude observar detenidamente a aquellos seres porque el movimiento se convirtió en una masa oscura que rodeaba unos inmensos ojos azules que me miraban fijamente.
— ¿Y tú quién eres? —dijo una voz retumbante y dulce a la vez, llenando el espacio y creando ecos que se dispersaron en todas direcciones.
La luz había aumentado de intensidad ya que más seres luminosos se habían unido a los anteriores. Eso me permitió descubrir que quien me hablaba era un dragón, como los que me había descrito Ruibarba, sobre el que había caído y cuya enorme cabeza estaba junto a mí.
—Me llamo Aguasanta y busco plantas para curar a mi madre. ¿Quién eres tú?
—Me llamo Drágula, aunque tú puedes llamarme Draggy. Soy la última de las dragonas rosas y me aburro soberanamente. Hasta que tu caída me ha despertado, llevaba inmóvil más de tres semanas durmiendo la siesta. ¿Eres una hija del bosque?
—Creo que no. Vivo en la aldea de la colina con mi madre.
—Pues si no lo eres ¿Cómo puedes entenderme y yo a ti? Ambas estamos hablando florestán.
Estaba asombrada y como quería saber más le pregunté:
— ¿Por qué te aburres? ¿No puedes salir?
—Desde hace casi un mes nadie viene a verme y yo no puedo abandonar la cueva. Antes venían a jugar conmigo algunos truños y pequeños boscos, pero de repente dejaron de venir. Si los dragones nos aburrimos y dormimos, nos convertimos en piedra.
Según lo que me contaba, las criaturas mágicas que creíamos desaparecidas seguían habitando en el bosque.
—Ya no pueden entrar por el desprendimiento — dijo uno de aquellos seres luminosos.
— ¿Y, vosotros, qué sois y cómo sabéis eso? —pregunté.
—Somos lúminas y entramos a la cueva a través del pasaje que hay bajo el gran roble, pero una piedra se ha movido y casi lo ha taponado, por lo que no puede entrar nadie mayor que nosotras.
— ¿Podrías ver qué ha pasado? —me preguntó Drágula. —A lo mejor puedes despejarlo.
Acompañada por las lúminas que me alumbraban, encontré un pasadizo inclinado que subía a la superficie, tenía que andar agachada pero cabía. Cuando ya se divisaba la luz exterior me encontré con una gran piedra, a la que una raíz impedía rodar hacia abajo, que obstruía el paso. Buscando la manera de quitarla pasé la mano por la raíz, que se recogió liberando la piedra que rodó hacia abajo y despejó el pasaje.
Empezaba a pensar que nada de aquello era fruto de la casualidad. Salí a la superficie junto a un gran roble y mientras observaba a mi alrededor, una voz que venía del árbol dijo:
—Soy Robur, querqus protector del bosque profundo, y soy todos los árboles. Te debo una explicación. —Agitó sus ramas y comenzó a relatar:
“Cuando ya dábamos por extinguidas a las hijas de los bosques, hace diez años pasó por aquí un hombre que hablaba florestán y nos aseguró que la saga no se había perdido. La relación entre las criaturas del bosque y los humanos siempre ha sido beneficiosa para ambos, pero al no tener interlocutores, las criaturas se refugiaron en lo más profundo y pareció que habían desaparecido.
Después de esperar diez años, hemos organizado esta pequeña conjura para hacerte venir y desatascar tu oogs, las membranas que te permiten entender y hablar el florestán. Siento haberte hecho caer con mi raíz, pero necesitaba que estuvieras muy quieta para eso. Ahora ya lo sabes todo y podremos comunicarnos cuando sea necesario”.
Al escuchar mencionar a ese hombre no tuve dudas de que se trataba de mi padre. Quería saber más sobre él y pregunté:
— ¿Qué fue de aquel hombre?
—Nos dijo que tenía una misión que cumplir: volver a restablecer los lazos entre humanos y criaturas mágicas y para ello debía estar siempre en movimiento, a pesar de que su corazón siempre estaría con su hija Aguasanta.
Cuando regresé a la aldea el regocijo era general. La fuente manaba de nuevo y simplemente con beber su agua los enfermos sanaban, incluida mi madre que tomaba el sol junto a nuestra casa.
Si ellos supieran. Seguro que Drágula ya estaba jugando de nuevo con los boscos y los truños y su cola no interrumpía el paso del agua hasta nuestra fuente. Quizá algún día tuviera que contar algo de esto para evitar los incendios y desbroces, pero sería más adelante.
Ruibarba se acercó a abrazarme y me susurró al oído “¿Nej querqus ragat da? (“Así que viste al querqus ¿verdad?”). Cuando muy sorprendida la miré a la cara, me guiñó un ojo muy azul.
Bartolomé Zuzama. Febrero de 2015.