Dejé atrás la capa y desde entonces no paseo por el bosque sino por este barrio repleto de luces rojas.
Cuando fui a visitar a mi abuelita me esperaba el abuelo, que devoró mi inocencia.
En mi cestita ya no llevo el pastel y el tarrito de miel, lo sustituí hace tiempo por una bacaladera, pastillitas azules, gomitas comestibles y el látigo.
Cuando me pongo la capucha es para trabajar, como los verdugos. Látex rojo sobre ligueros negros.
No quiero evitar al lobo, lo busco para que devore de una vez esta capa de vergüenza y asco que me cubre, pero, hasta ahora, el único que he encontrado es el que se oculta en mi interior.
Algunas veces, cuando me pongo la capucha, asoma un destello amarillo en mis ojos, y entonces el rojo no solo tiñe mi capucha, sino la fusta, mis manos y aquel pedazo de carne blanca y fofa que repite, entre sollozos de dolor y gemidos de placer:¡Ama, soy tu esclavo, humíllame!
¡Abuelita, qué manos más grandes tienes! ¡Son para sobarte mejor!
Valladolid, 11 de junio de 2016.