Que el amor nos trastorna, es cosa sabida.
Unas personas languidecen como tiernas flores secándose al sol; otras, la minoría, entran en efervescencia como una cerveza agitada a traición.
Los más, poco a poco y sin percibirlo, comenzamos a mutar. Mutamos incluso físicamente, intentando mejorar figura e imagen para agradar al destinatario de nuestro amor. Para ello comenzamos dietas imposibles o sufrimos en gimnasios y parques como modernos sísifos urbanos.
Otras mutaciones cercenan nuestras inhibiciones, concibiendo verdaderos monstruos ridículos, que deambulan por la vida disfrazados como si habitaran en un carnaval perpetuo.
Sin embargo, las más peligrosas son aquellas que revientan los cerrojos que aprisionan a la bestia y la mantienen confinada, protegiendo a nuestro entorno y a nosotros mismos.
Una mutación de ese tipo fue la que contaminó al protagonista de esta historia, convirtiéndole en una triste y efímera estrella mediática. Se enamoró sin mesura y ese amor catalizó una alteración que lo desnortó.
Podía haberse enamorado de cualquier mujer. Haber sucumbido al hechizo sutil y al perfume almibarado de una bella y experimentada mujer madura o seducir a una tierna y núbil doncella, amante de selfies y cuasi iletrada, pero seductora y letal como una cobra o una navaja barbera.
Sin escandalizar a nadie, salvo quizá a su párroco y a su abuela, podría haber dirigido su amor hacia algún interesante caballero de mediana edad, incluso hacia algún bello efebo con escoriaciones y piercings como un San Sebastián posmoderno.
Aquel amor obsesionado se enfocó hacia otra parte, hacia el centro de su universo, hacia lo más venerado y deseado. Esa pasión liberó a la bestia, que tras devorar todas las inhibiciones que lo aprisionaban, lo transportó a un universo propio donde era feliz. Sin límites ni barreras se abandonó al placer absoluto, a un disfrute pagano y carnal, a la felicidad extrema exorcizada por religiones y convencionalismos sociales.
Como en toda historia de amor desmedido,aparecieron los celos y comenzaron a pudrir la relación. Sospechas, dudas y desvaríos crecieron exponencialmente hasta invadir su raciocinio. Un día ya no pudo más y acabó con todo.
La escueta y triste nota que apareció en la prensa local ni siquiera se aproximaba a la realidad. Hablaba del fallecimiento, sin motivos aparentes, de un joven al que la vida le sonreía y que parecía feliz.
Quizá su sencilla lápida insinuaba una leve pista: se llamaba Narciso y murió joven.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 1 de octubre de 2018.