Ojos

log-cabin-682013_1920«Los ojos pertenecen al cielo, no a la tierra». Esa cita de Christian Bobin era su preferida y la que invariablemente murmuraba en voz baja cuando, al empezar a anochecer, se asomaba a la ventana que daba al valle.

A continuación echaba las cortinas, removía las ascuas y se sentaba de nuevo en aquel agrietado sillón orejero que había conocido al menos tres generaciones de O´Hara, la familia maldita. Cogía la Biblia familiar que había pertenecido a su bisabuelo y comenzaba a recitar, en voz baja, versículos del Génesis hasta que el sopor le vencía y el libro resbalaba hasta la raída manta que cubría sus piernas.

Entre cabezada y cabezada se acordaba de la última chica rubia, aquella cuyos ojos verdes hacían juego con la mochila que ahora la acompañaba en la sima, en lo profundo del prácticamente inaccesible bosque milenario que rodeaba el Pico Negro. ¿Acaso no le habían enseñado sus mayores que nunca debía caminar sola por el bosque?

Esta vez le había costado más, ya se empezaban a notar los años. Aunque se mantenía ágil con sus largos paseos por el bosque, ya no era lo mismo. Lo peor de todo es que cuando desapareciera se extinguiría su apellido. Su mujer había muerto, debilitada como todos aquellos pálidos y azulados retoños que había parido en la montaña sin ayuda. Dios no quería que su clan se perpetuara. El sería el último de su estirpe, una estirpe de cazadores que sobrevivía en aquellos montes desde hacía más de tres generaciones.

Abajo, en el valle, los grupos de voluntarios y las unidades de búsqueda regresaban desanimados, un día más, al punto de reunión. En los corrillos y en temerosos murmullos se volvía recordar una vieja leyenda de la comarca, la del monstruo que habitaba en el bosque y que secuestraba jovencitas rubias, solo rubias. Un monstruo al que nadie había visto jamás, pero que desde hacía más o menos un siglo o el equivalente a tres generaciones, moraba en las pesadillas de los escasos habitantes de esos valles alejados de la civilización y de la mano de Dios.

En la alacena del sótano bajo la cabaña O´Hara, en un bote de cristal idéntico al de otros muchos, algunos cubiertos por el polvo que se deposita tras varias generaciones, unos ojos verdes flotaban sin vida en un líquido transparente esperando la vida eterna y la resurrección de la carne.

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 6 de mayo de 2019

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