Debió de ser la anestesia, porque se volvió loca. Al inyectársela todo parecía ir normal, pero algo cambió.
En un momento en que el doctor se volvió para acceder al instrumental, ella se irguió en el sillón y con un movimiento felino asió con sus manos la garganta del galeno, que no pudo reaccionar a tiempo por lo sorpresivo de su ataque.
—Marina, me está ahogando, ¡suélteme por Dios!
Ella no aflojaba mientras desde lo más profundo de su garganta emitía unos sonidos guturales que no parecían humanos. La presa iba haciendo mella y la piel del doctor comenzaba a adquirir tonos rojizos cada vez más intensos.
—Voy a llamar a la enfermera —dijo él intentando desprenderse de aquella tenaza humana que amenazaba con asfixiarlo.
—¡Jamás te lo voy a permitir! ¡No volverás a hacer daño a nadie! —gritó ella mientras se afirmaba sobre la silla para poder ejercer más fuerza.
—¡Susana, por favor, ayúdeme! ¡Llame a la policía y a Emergencias! —gritó el dentista con una voz que comenzaba a quebrarse por la falta de oxígeno.
Haciendo un esfuerzo consiguió levantarse y aproximarse hacia la puerta, con la paciente colgada de su cuello y sin aflojar la presión. Cuando apenas le quedaba un metro para alcanzarla, se desplomó y ella cayó sobre él inerte, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sus manos, sin embargo, no abandonaron el cuello de su víctima.
Al otro lado de la puerta y cuando todavía se escuchaba gritos, la enfermera cogió una jeringuilla nueva, la cargó con el resto de la anestesia que quedaba en la ampolla que habían utilizado la primera vez y esperó.
Al cesar los gritos entreabrió la puerta y comprobó que ni el doctor ni la paciente estaban conscientes. Entró en la sala y con mucho cuidado inyectó ese resto de anestesia en la encía de Marina, antes de salir y cerrar de nuevo.
Con precaución, depositó esa jeringuilla y el vial vacío de anestesia en el contenedor sanitario. A continuación cogió la jeringuilla que habían utilizado para anestesiar a la paciente la primera vez, la vació en el fregadero y limpió este a conciencia con jabón. Después de retirar la aguja, metió ambas cosas en una bolsa junto con la ampolla de Xeridol, el medicamento que había añadido a la anestesia inicial y lo guardó todo en su bolso. Si no se buscaba expresamente, el Xeridol no aparecía en los análisis toxicológicos habituales. Si había transcurrido tiempo suficiente, no aparecía incluso buscándolo expresamente.
El Vademécum era taxativo, jamás se debía mezclar la Xeridina, el principio activo del Xeridol, con anestésicos, porque provocaba delirios, alucinaciones y violencia desmedida hacia las personas de alrededor.
Sin apresurarse, llamó a Emergencias y abandonó la consulta.
En los noticiarios del día siguiente no se hablaba de otra cosa que del asesinato del dentista. La mayoría destacaban que su presunta asesina había sido la testigo que le libró de una larga condena por abuso sexual a una menor, que posteriormente se había suicidado. La policía buscaba a la enfermera para interrogarla, pero había desaparecido y todos sus datos eran falsos.
En un pequeño nicho del cementerio local habían depositado unas flores con una dedicatoria: «Ya puedes descansar en paz, hija mía».
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 17 de octubre de 2020.