Los setenta avanzaban con la lentitud y el color del plomo derretido en movimiento. La dictadura todopoderosa seguía enlazando gobiernos con nombres y caras diferentes, pero idéntica inmovilidad y cerrazón. Alternaban tecnócratas con miembros del Opus, siempre bajo la atenta y vigilante mirada de los militares y la iglesia, avalistas permanentes del régimen desde la guerra civil. En determinados círculos se susurraba que algo estaba sucediendo en el exterior, pero apenas nada conseguía atravesar la coraza con la que nuestros mayores, ya fueran progenitores o el régimen sacrosanto, nos protegían de la libertad, con o sin nuestro consentimiento.
Aunque en las islas el turismo ofreciera una imagen de mayor apertura y tolerancia, era únicamente un trampantojo para esconder la misma falta de libertades que en cualquier otro lugar de aquel triste y oscuro país. Un país donde convivían bikinis con mantillas negras o ruidosas discotecas con una desconexión total en la Semana Santa. Un país donde las mujeres todavía tenían que cubrirse la cabeza y los brazos para asistir a la inexcusable misa dominical. Ese mismo país que ahora se escandaliza de que las musulmanas cubran sus cabellos. ¡Cuan breve y selectiva es nuestra memoria!
Me habían vuelto a cambiar de colegio. Mis padres, o mejor dicho mi padre, opinaba que mis calificaciones eran excesivamente altas para el tiempo que dedicaba al estudio. En vez de asumir que mis esfuerzos daban buenos frutos, lo achacaba a que los curas eran excesivamente blandos conmigo, quizá resultado de los años que llevaba entre ellos y a mi carácter poco dado a travesuras, salvo alguna muy gorda que algún día os contaré si surge una ocasión adecuada.
De aquel centro apenas mantengo recuerdos, salvo quizá el del carrito de «El Rubio». Cuando la climatología comenzaba a mejorar, aparcaba junto a la verja para tentarnos con un surtido parco pero atractivo: granizados de naranja y limón o cucuruchos de helado de limitados, pero deliciosos sabores. Ya ni siquiera recuerdo sus precios, pero debían ser bastante populares por las colas que se formaban para adquirirlos.
El primer día de curso tuve la sensación de lanzarme al vacío, como cuando saltábamos en aquella cala sin saber si el agua tendría profundidad suficiente para protegernos. Bachillerato Superior tras la preceptiva reválida, cambio de centro, nuevas amistades y una circunstancia que produjo una discontinuidad cuántica en mi más o menos tranquila existencia; en el nuevo centro el COU era mixto.
No es que la presencia de mujeres compartiendo actividades con los hombres me causara extrañeza, estaba más que acostumbrado. Nuestra pandilla era mixta casi desde siempre y además de mixta era «interregional». El pequeño pueblo cercano a Palma donde pasábamos los veranos era, por su proximidad al aeropuerto, el lugar elegido por muchas familias de trabajadores de compañías aéreas para sus vacaciones estivales. Partiendo de un núcleo inamovible de integrantes isleños, el tamaño real de nuestro grupo variaba a tenor de las incorporaciones veraniegas. Mi memoria todavía retiene algunos nombres y caras como las de las madrileñas Noemí y Myriam o la de Amelia, la vallisoletana. Más definido, por lo impactante, es el recuerdo de Nuria, aquella barcelonesa algo mayor que nosotros cuyo espléndido cuerpo, apenas contenido en un diminuto bikini de piel de leopardo, escandalizó e hizo las delicias de madres y padres por igual. No recuerdo ningún otro verano en que nuestros progenitores masculinos mostrasen tanto interés por conocer a nuestras amigas ni tanta insistencia en que nos fuéramos a bañar cerca de ellos —Nabokov casposo en la España del desarrollismo—.
¡Ay, la Nuria! Seguro que ahora será una apacible abuela esclava cuidando de sus nietos o quizá una activa yaya militante de la CUP, lo cierto es que su corta presencia dejó una huella imborrable en nuestros recuerdos y nuestra libido.
No me costó demasiado adaptarme al colegio, en realidad no era nuevo para mi. Allí había estudiado algunos cursos de primaria hasta que mis padres me trasladaron a otro debido al injustificado y excesivo castigo físico que propinaba, con total impunidad, uno de los hermanos docentes. Imaginad lo exagerado que debía ser para que mis padres tomaran esa medida en unos tiempos en los que lo habitual era que volvieras a casa con al menos un coscorrón diario de tus maestros y que encima tus padres añadieran alguno más para reforzar la autoridad docente. Igual que ahora, vaya.
Mi memoria ha preservado de aquel curso tres eventos peculiares. El primero fue la advertencia del secretario del centro, intimo amigo de mi tío, de que evitara congeniar demasiado con un determinado compañero de clase, considerado una nefasta influencia. Ni que decir tiene que me faltó tiempo para sentarme a su lado e iniciar una buena amistad con aquel greñudo y simpático personaje que pasaba del mundo y de las apariencias.
Otro acontecimiento que me impactó de aquel año fue descubrir un universo completamente nuevo y que me impactó profundamente. Desde pequeño había participado en campamentos del Frente de Juventudes, incluso había llegado a formar parte de la OJE, pero cuando conocí el escultismo tuve la sensación de que, por fin, había encontrado mi sitio. Sin grandes aspavientos y manteniendo siempre una apariencia de sometimiento al régimen y a las buenas costumbres, el grupo y sus monitores iban abriendo nuestras mentes, más o menos ansiosas, a corrientes de libertad vetadas fuera de allí. Era muy difícil que en mitad de la Sierra de Tramontana alguien te impidiera cantar a pleno pulmón canciones de Raimon, de Aute o del Llach antifranquista –no del independentista en el que ha mutado recientemente—. En nuestros raids apenas nos cruzábamos con nadie, pero recuerdo una vez que coincidimos, en una fuente de la montaña, con un grupo de Montañeras de María; ellas pulcramente uniformadas entonando cánticos religiosos propios del Concilio Vaticano II y nosotros canciones revolucionarias prohibidas por la censura, uniformados con aquellas garibaldinas camisas rojas que espantaban a nuestros mayores cada vez que las veían. Que nadie vaya a pensar que nos estaban inoculando el marxismo en vena. El Padre Gregorio, nuestro Jefe del Grupo y comisario político del colegio del que dependíamos jamás lo hubiera permitido, pero frente a nuestros ojos se desplegaban alternativas diferentes a la uniformizada realidad cotidiana y comprendíamos que otra España era posible.
El tercer gran recuerdo fue conocer a la que llamaré Margarita, pues su nombre se ha desvanecido entre las tinieblas de mi, cada vez más, torpe memoria. Como había dicho, ese año el COU comenzó a ser mixto —el concepto de coeducación vino después, con la democracia—, aunque con una característica muy especial, solo había una chica entre un montón de chicos.
Casi al final de curso y como ya se nos consideraba mayores, nos permitieron hacer uso de la biblioteca del colegio para estudiar y aprovechar horas en las que no teníamos clase y allí coincidí con Margarita.
Tendría dos o tres años más que yo y vestía con elegancia innata unas prendas asociadas a las familias con recursos: vaqueros Levi´s y jersey de lana shetland, de marca, sobre la espalda, un polo Lacoste rosa y todo ello conjuntado con unos mocasines y un bolso Yanko a juego. Francamente no recuerdo su físico, aunque la supongo bella.
Se acercó a la mesa corrida donde yo tenía desplegado mi material y, tras saludar en voz baja, sacó libros y cuadernos y se puso a trabajar. Al rato la oí rezongar frustrada, como si no consiguiera sacar adelante alguna tarea, pero no le presté mayor atención.
Cuando se dirigió a mí, pensé que se habría equivocado:
—Perdona, ¿qué tal se te dan las ecuaciones de segundo grado? —dijo mirándome con ojos de súplica —hace mucho que no las toco y se me han olvidado las reglas.
No fue como aquella escena final de Casablanca y su «presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad», pero lo cierto es que coincidimos más veces en la biblioteca y mantuvimos, si no una amistad, un cierto reconocimiento que duró hasta final de curso. No os voy a negar que me hinchaba como un pavo al observar los rictus de envidia de mis amigos cada vez que me cruzaba con ella en el vestíbulo o en las escaleras y me saludaba sonriente, pero la cosa nunca pasó de ahí. Margarita fue como una luz entre grises que se desvaneció, pero que ha permanecido en mi memoria junto a la de otras mujeres que marcaron mi vida.
Llegaron los exámenes, las vacaciones y Margarita desapareció. Más tarde me enteré de que era hija del Gobernador Civil y que su padre había apostado por una cierta ruptura al llevarla a ese centro. Supongo que se marcharía fuera de la isla a terminar sus estudios, porque en la isla no era posible. El COU del año siguiente contó con mayor presencia femenina, pero no tuve trato con ellas. Acabé sexto curso, hice la reválida —otra cabezonada de mi padre— y el destino me llevó a un COU diferente y exclusivamente masculino fuera de Mallorca, pero eso ya forma parte de otra historia.
El documental de anoche sobre los setenta y la constitución hizo que me acordara de ella y que me diera por pensar. A veces tengo la sensación de que el circulo se cierra y las pesadillas retornan. El amanecer del plomo vuelve a acecharnos como entonces, pero ahora ya no nos espera la libertad al otro lado de la frontera, sino mucho más plomo.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 3 de diciembre de 2018
Muy lindo tu relato, me gustan mucho los que hablan sobre el amor entre dos personas, aunque luego tengan un final triste. Este si bien no fue muy romántico precisamente, me encantó por la referencia a la época de los setentas, una de mis favoritas y que me encanta ver en los libros y el cine.
Leyendo al narrador no pude evitar acordarme del protagonista de Tokio Blues, de Haruki Murakami, ya que también va recordando su juventud a lo largo de la novela y comparten el mismo aire de nostalgia. Eres muy buen escritor.
Me gustaría que si quieres, te pasaras por mi web para leer algunos de los poemas que he publicado y me digas cual es tu opinión, ya que a mí también me gusta escribir.
Saludos.