Con un quejido sordo, el cierre de la claraboya cedió. Había sido relativamente fácil llegar hasta allí, el edificio decimonónico apenas tenía tres plantas y su tejado era accesible desde otros inmuebles.
Lo complicado viene ahora, pensó el ladrón. Cada vez las alarmas son más sofisticadas y más baratas, por lo que apenas quedan lugares vírgenes. Sabía donde iba a meterse porque había hecho sus deberes, pero eso no habría podido comprobarlo sin despertar sospechas.
La preciosa librería, fundada hacía casi cien años por el abuelo de la actual propietaria, había sabido mantener la afluencia de clientes gracias a actividades de todo tipo. Desde talleres de lectura a presentaciones de libros pasando por cafés literarios o tertulias sobre temas de interés. Lo sabía porque, para reconocer el terreno, había participado en algunas de ellas, y había disfrutado.
De pequeño leía mucho. La lectura era su evasión frente a un padre violento y una madre ausente. Oculto en alguno de sus lugares-refugio, dejaba pasar las horas leyendo hasta volver al colegio donde era feliz. Su padre nunca lo buscó bajo la cama de la habitación de invitados o en el armario ropero del sótano. Allí no llegaban los alaridos de su madre, ni el sonido seco de los golpes que encajaba, cada día más fuertes.
Cuando su vida se vino abajo y los servicios sociales se hicieron cargo de él, todo cambió. Su amor por la lectura se trocó en odio cerval, una reacción debida a la rabia acumulada por verse convertido, de la noche a la mañana, en un paria sin familia ni recursos.
Una cosa llevó a la otra y se perdió. Malas compañías y deudas no le dejaron más salida que sobrevivir a base de pequeños hurtos o de escalos sin violencia. Nunca se asoció con otros, no se fiaba más que de sí mismo.
Llevaba tiempo vigilando su objetivo. Sabía que el botín no sería como el de una joyería, pero una fuerza extraña tiraba de él y le atraía como un imán hacia la librería antigua, como la llamaba él. Sabía que cuando la dueña se quedaba sola para cerrar y había sido un día de mucha venta, no llevaba la recaudación al banco porque tenia miedo de que la atracaran en la calle.
Ese día se había celebrado San Jorge y había acudido mucha gente, incluso provocando colas en la calle para poder entrar a adquirir uno o más libros que acompañarían a las tradicionales rosas rojas. Para asegurarse, él había vigilado desde la cafetería de la esquina, esperando a que se apagaran las luces y bajaran las persianas. En unas horas sería el momento perfecto.
Había estudiado el itinerario y allanado el camino bloqueando la cerradura de la puerta por la que se accedía a la azotea en el edificio de al lado. Cuando la noche cayó y los sonidos menguaron, se puso en marcha. Enjuto como era y vestido de negro, le resultaba muy fácil pasar desapercibido. En una mochila a su espalda llevaba las herramientas necesarias, nada extraordinario ni fuera de lo común, la palanqueta, una linterna y pocas cosas más.
Iluminando antes el suelo con la linterna para evitar los obstáculos, abrió con cuidado la claraboya y saltó dentro. Si habían conectado una alarma silenciosa ya no había marcha atrás, aunque sabía que contaba con un margen de cinco minutos para realizar su tarea, antes de que apareciera la policía o los de la empresa de seguridad.
Estaba en una especie de desván, que en su día se debió de utilizar de almacén, pero ahora languidecía lleno de cajas vacías, polvo acumulado que casi le hace toser y algún mueble antiguo. Abrió la puerta, que se quejó levemente, y descendió hasta la planta baja donde estaba la caja principal. El silencio era absoluto, quizá la suerte le acompañara y no hubiera ninguna alarma.
No le fue difícil abrir la caja registradora, ni encontrar la pequeña caja metálica donde estaba la mayor parte de la recaudación. Iba a meter el dinero encontrado en su mochila cuando descubrió, medio oculto por otros libros, un antiguo ejemplar de Emilio Salgari, uno de sus autores favoritos cuando era joven. Al tomarlo en sus manos una sensación extraña le embargó, se sentó y comenzó a leerlo a la luz de la linterna, olvidándose del tiempo.
Cuando la librera abrió a la mañana siguiente, le extraño encontrar la carretilla que utilizaban para acarrear cajas de libros junto a la puerta que daba al callejón y que ésta no estuviera cerrada con llave, pero no le dio demasiada importancia. Al hacer el arqueo del final de mes echaron en falta varias cajas de libros y una pequeña cantidad de dinero en metálico.
Si alguien se hubiera tomado la molestia de investigar, quizá podría haber encontrado al taxista que en la madrugada posterior al día de San Jorge realizó una extraña carrera. Recogió a un hambre enjuto vestido de negro y varias cajas de libros y recorrieron varios hogares infantiles, dejando en la puerta de cada uno de ellos una de las cajas.
El coste de la carrera fue casi exacto al dinero que faltaba en la caja de la librería.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 28 de junio de 2020.
El buen ladrón se reencontró en un robo. Y claro, tenía que regalar libros en un San Jorge. Muy buen relato. Saludos.