Casi es la hora y el candidato no ha dado señales de vida. Encima de que ajustas la entrevista a su horario, puede que te deje tirado.
Todos los procesos son iguales y diferentes a la vez. Jóvenes y menos jóvenes candidatos con más o menos ilusiones y conocimientos que tratan de mejorar su vida empezando o cambiando de trabajo. Entre ellos y su futuro estás tú, especie de inquisidor que, a modo de Anubis, pesará su corazón y valorará sus méritos.
Desde este lado de la mesa no tienes amigos. Eres todo un profesional, pero, aun así, caes en la tentación de ser como el dios, separando el trigo de la paja, sin más referencias que un papel que lo soporta todo, algún atisbo subrepticio a las redes sociales si algún incauto las ha dejado abiertas y la entrevista.
Esas maravillosas redes sociales que te han proporcionado innumerables pruebas gráficas que se volverán en su contra: aquellos desenfrenados fines de curso en Cancún, las bacanales de la facultad, esas fiestas discotequeras bañadas en alcohol o los selfies destinados a otros ojos, que no han sabido proteger adecuadamente. Junto a esto, sus jugosos y poco acertados comentarios en twitter, o esas empalagosas conversaciones en Facebook. ¡Cuanto les cuesta aprender que el ciberespacio no es lugar para cachorritos!
Y por fin la entrevista. ¡Como me gusta la entrevista! ¡Darles cordel para que ellos mismos se ahorquen! Empiezas serio y poco a poco les vas dando confianza. Ves cómo se enderezan en la silla, en esa silla elegida especialmente para la ocasión, más baja que la tuya, y empiezan a hablar y hablar, hasta que hablan más de la cuenta.
Cierto es que a veces tienes que aguantar algún candidato o candidata que se presenta con su madre y rezas para que no lleve el bolso lleno de adoquines, como la madre de aquella pseudoartista mediática y camaleónica. Si no te pones serio, esa madre se sentará en tu silla y dirigirá la entrevista. Otros, según entran, parece como si te estuvieran perdonando la vida. Como si el puesto estuviera predestinado para ellos y cometieras un terrible error si no les eliges.
Aunque lo peor es el olor, ese pegajoso y repugnante tufo mezcla de miedo, sudor, tabaco y perfume barato, que impregna toda la sala, especialmente en los veranos calurosos. Tienes que hacer esfuerzos sobrehumanos para no saltar por encima de la mesa, echar al culpable del despacho y abrir las ventanas para sanear el ambiente.
No hay dos candidatos iguales, a unos tienes que cortarles porque no paran de hablar y a otros no consigues sacarles más que afirmaciones o negaciones áridas y solitarias. Respuestas tristes, como los ojos con los que te miran y como el blando apretón de manos con el que se despiden.
Entrevistas que se hacen cortas y otras que se alargan vidas enteras sin llegar a nada, divagando o respondiendo con esos contenidos enlatados que les han enseñado orientadores desorientados o voluntarios incompetentes.
Llega el final, ya los has visto a todos, no hay más, ahora debes decidir cuál es el menos malo, el que no dará problemas, el elegido.
Sigo esperando, el maldito candidato me ha dado plantón sin avisar, otra tarde perdida, otra ocasión desperdiciada. Anoto su nombre en mi libreta negra y me voy. Nunca volverá a entrevistarse conmigo, su corazón no ha superado el juicio de Osiris y ha dejado de existir como candidato.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, 26/05/2017