Quito a Labordeta del equipo, su tristeza guerracivilista no se corresponde con mi estado de ánimo en esta mañana soleada. Lo sustituyo por Carlos Cano, otro insigne difunto que a María le encanta y a mí me alegra las mañanas.
Mañana de sábado en el centro del centro de la meseta castellana. Sol y silencio, únicamente aderezado por el trinar de los pájaros y el sonido de algún camión en la carretera, al cruzar el pueblo.
Desde mi terraza, donde escribo bajo la maltrecha sombrilla de Coca Cola que quiso suicidarse hace dos veranos, mi visión llega por un lado hasta Iscar y, después de un giro de ciento ochenta grados, a las escuelas del pueblo y la subida al páramo cubierto de pinares.
Las escuelas, de niñas y niños por separado como mandaba la Santa Madre Iglesia, se han reconvertido porque hace tiempo que ya no hay niños. Escasamente se ven algunos los fines de semana y en las fiestas de verano, cuando vienen a ver a sus abuelos al pueblo. Ni siquiera en los primeros días del verano, cuando no coinciden las vacaciones de los padres con las de sus hijos, se oyen sus risas y travesuras.
María trastea en el patio. Riega y barre, barre y riega. Cuida sus efímeras a la par que hermosas flores de verano. A María le gusta mucho el agua y siempre le recuerdo que va a desgastar las baldosas de tanto regarlas. Ella me mira, y un destello en sus ojos hace que cruce rápidamente la puerta y me refugie en la casa, que no hay nada más peligroso en verano que María con una manguera en la mano.
Ayer vinimos tarde, casi a las diez de la noche. La culpa es mía y de mi habilidad para dejar que me líen, últimamente no tengo vida. Hacía más de quince días que no escribía nada por gusto, solo documentos e informes del trabajo, pero que no falten.
Las coplas de Carlos Cano hablan de Cuba y Cádiz. Desde la terraza me imagino que estoy frente al mar. El Mediterráneo, el Atlántico, cualquiera vale, incluso si me esfuerzo puedo oler su sal. Al mirar a los pinares movidos por el viento puedo ver olas e incluso algunos rompientes.
El vuelo de una cigüeña me devuelve a la realidad. El mar más cercano está a tres horas de distancia y este pueblo es tan de secano como el Gobi. Con la brisa castellana, la tela de la sombrilla ondea y resuena como la vela mayor de un bote en la bahía de Palma cuando entra el embat de mediodía. Helena está en alguna playa de Mallorca y Ana en Madrid, formándose en su nueva empresa.
María ha sacado la tumbona y se ha puesto a tomar el sol. Hace demasiado calor para bajar donde León a tomar una caña y eso que está cerca, en San Cristóbal todo está cerca. Cambio a Cano por María Salgado, que también le gusta mucho. Hoy estoy rumboso y su música habanera se adapta a la tranquilidad y paz que nos rodean.
En un rato bajaré a hacer la comida, pasta con portobellos. No es por echarme flores pero me sale estupenda. A la tarde siesta y solárium, para volver a Valladolid al anochecer, mañana tenemos visita.
Junto a la escuela de las niñas, reconvertida en timba invernal para los seniors del pueblo, unos pinos se agitan con la brisa mesetaria. En la terraza, la sombrilla de Coca Cola destaca como un faro rojo.
San Cristobal (Segovia) 27/06/2015