BARATARIA: PUERTO DE MAR INTERIOR

hotel

Tras una larga singladura por el mar interior de polvo y piedras hemos puesto proa a Barataria, villa seca y agrietada que sobresale cual isla solitaria en el centro de la meseta salina.

El sol va de recogida y únicamente se escucha el áspero sonido de los camiones sobre el raído asfalto y sus frenazos al aparcar en el motel de las afueras cuyo incongruente nombre, Ítaca, destaca en neón dorado.

Vencidos, hemos recalado en el único hotel, pintado de blanco a principios de siglo y que ha conocido tiempos mejores. Cuando el sol ya se ha ocultado tras los montes, una brisa salobre se cuela por los rincones y nos imaginamos sobre los blancos acantilados de Dover o en las marismas de Las Landas. Esa misma brisa hace que las cortinas se hinchen y que el golpear cadencioso de los soportes de madera nos transporte al galeón de Manila, zarpando del puerto de Nueva España cargado de oro y especias para la metrópoli.

Al asomarnos podemos observar las olas que se crean en el mar de pinares, que alternándose con árboles de flores blancas, semejan rompientes presagiando tormenta. Más cerca, las luces rojas del Ítaca, como faros en la noche, atraen a náufragos de existencias que acuden a la llamada de casquivanas y aburridas penélopes multicolores. Desde un contenedor, tras la cocina, un olor a pescado rancio completa el cuadro.  Si cerramos los ojos podríamos creer que estamos  junto a un burdel en Rotterdam, una mancebía en Guayaquil o una casa de masajes en Macao.

A mi lado, Sancho, fiel grumete trasnochado, dormita en una pequeña descalzadora junto a la cama. El cigarrillo se le ha apagado y en la comisura de los labios un pequeño hilillo de baba se deja caer hasta el grasiento cuello de su camisa, que una vez fue azul celeste.

Junto a la ventana reparo mi maltrecho jubón, lleno de sietes y derrotas, para poder enfrentarme de nuevo tanto a gigantes y molinos como a malandrines gerentes de bazares de todo a un euro e intentar endosarles nuestra mercancía: orinales y bacinillas de plástico fabricados en Bangladesh, estibados en nuestra furgoneta Dulcinea junto a cepillos de plástico de Kuala Lumpur y bayetas de Tailandia de mísero precio gracias a la explotación infantil.

Una gaviota que nos sobrevuela lanza su gañido…o puede que haya sido un gato.

Valladolid, 19/04/2015

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