El día gris junto con las casas de adobe desmoronadas por falta de cuidados, trasmiten una apariencia de abandono.
El pequeño pueblo de la Castilla profunda se ha ido quedando sin jóvenes. Apenas cien vecinos mayores de 60 años habitan una de cada cuatro casas. En verano la población crece algo pero ahora, a finales de octubre, no se ve un alma por las calles. Por la comarcal que cruza el pueblo apenas pasa algún vehículo.
Un viento, que arrastra restos de maleza, agrava más la sensación de frío. Los árboles, sin hojas, elevan sus troncos hacía un cielo cada vez más oscuro; parece como si la naturaleza quisiera envolver el día de difuntos en una atmósfera adecuada a la celebración.
En la misa de seis se observan algunos movimientos poco habituales; antes de entrar se han formado varios grupitos hablando en voz baja.
-Esta noche, no os olvidéis, dice una.
-¿A las doce como cada año?, pregunta otra.
Cuando ya iban a entrar a la iglesia, la señora Engracia se ha acercado a la señora Virtudes y le ha susurrado al oído:
-Tenga quieta la lengua Virtudes, no se vaya a enterar el cura y tengamos un problema. Ya sabe usted cómo es y lo que le gusta sonsacarla sobre los chismes del pueblo.
-¡Pero que se ha pensado!, pues claro que tendré la boca cerrada, nos jugamos mucho y este es capaz de mandarnos la Guardia Civil, responde Virtudes.
Al salir de misa y un poco lejos de la iglesia vuelven a escucharse comentarios que parecen fuera de lugar.
-¿Quién trae el hacha? Ya saben que sin ella no podemos hacer nada, comenta la señora Nicolasa.
-No se preocupe ya la llevo yo este año, dice Lourdes en voz queda. ¿Quién va a llevar el resto de herramientas? Necesitaremos un cuchillo grande y alguna tijera.
– Mi marido se encarga de eso, ya lo tiene preparado y muy afilado, comenta Modesta.
Poco a poco se van separando y entrando en sus casas. La oscuridad va cayendo sobre el pueblo, donde las farolas siguen apagadas.
En pueblos como éste donde todo el mundo se conoce, las tradiciones pesan mucho. A nadie se le ocurriría romperlas o contarlas a extraños, les tacharían de locos. El ritual de la noche de difuntos se va desarrollando como siempre, siguiendo una rutina invariable desde hace años.
Algún vecino propuso cargarse de una pedrada las farolas cercanas al lugar de reunión para que no les vieran entrar, pero se decidió que no era necesario, bastaría con ser discretos y no hacer ruido al acercarse.
Cuando falta poco para que den las doce en el reloj de la iglesia, comienzan a desfilar siluetas tapadas que buscan las zonas más sombrías de las calles para dirigirse hacia la antigua escuela. Una vez allí tocan a la puerta siguiendo la contraseña establecida, dos golpes separados y a continuación dos seguidos. Al entornarse, la puerta deja escapar una tenue luz procedente de la chimenea. Desde fuera no puede verse ni oírse nada; cortinas espesas y cuarterones sólidos lo evitan; nadie, salvo los convocados, debe enterarse de lo que ocurre allí.
En el interior se va desarrollando el ritual, ya están preparados y afilados el cuchillo y el hacha. La víctima espera el momento del sacrificio sobre un caballete, cubierta por un inmaculado lienzo blanco.
Los que van llegando se van colocando alrededor de la sala, mirando hacia el caballete. Únicamente se escuchan algunos susurros y el leve sonido de la puerta al abrirse y cerrarse. Ya están casi todos y va a iniciarse la ceremonia.
En ese momento se escuchan tres sonoros golpes en la puerta y alguien que grita en voz alta:
-¡Abran a la Guardia Civil!
Dentro se ha hecho un silencia sepulcral; nadie se atreve a abrir o a hacer nada, todas las caras se han quedado pálidas y desencajadas. Alguien los ha delatado…
-¡Que abran, coño! ¿Quieren que tiremos la puerta abajo?
Por fin Leandro, el Juez de Paz, se aproxima a la puerta y la abre. Lo que ve, hace que mude de color.
-Mira que os tengo dicho que un día tendremos un problema con tanta pantomima dice Simón el alcalde, autor de los gritos, entrando en la estancia. Venga, encended las luces, quitad el paño y vamos a cortar el bizcocho para poder empezar, que cada vez nos cuesta más. Y tú, Manolo, corta un poco de leña con el hacha y carga bien la chimenea, que nos queda mucha noche por delante.
Así comienza, como cada año, el campeonato de parchís del día de difuntos en San Cristóbal.
Bartolomé Zuzama. Junio de 2014.