Cada persona que se lanza a la aventura de escribir tiene su motivación, incluso más de una. Todos tenemos la que contamos, aderezándola y convirtiéndola en un acto noble y hermoso, socialmente deseable e incluso terapéutico. Pero bajo este motivo está generalmente una realidad que mantenemos oculta por vergüenza, pudor o miedo. Esa motivación es menos hermosa, pero más verdadera; menos honrosa pero más honrada, menos estética pero más libre.
Escribimos por vanidad, por gusto, por placer, por insomnio o por aburrimiento. Escribimos para gustar y para gustarnos, escribimos para epatar y para lucirnos. Escribimos para escapar y para no estar solos. Nuestra pluma es, a veces, más parecida a la cola de un pavo real que al sencillo lápiz del escribiente con manguitos, artesano de las letras y creador de palabras.
Escribir nos eleva a los cielos o nos atrae a los infiernos, pero nunca nos deja indiferentes, indiferencia y creación son estados irreconciliables. Unos necesitan sustancias para atraer a sus musas, para otros solamente ellas los transportan y alucinan. Unos no pueden escribir sin difundirlo y otros morirían si lo hicieran.
No hay dos escritores iguales, el molde se rompe en el parto y el fragor de esa rotura impulsa a cada uno en una dirección individual, incluso hacia el vacío de la banalidad o la cobardía, del miedo al papel y la pantalla en blanco al exceso de trivialidad e insipidez.
¿El escritor nace o se hace? La pregunta que debes plantearte es si puedes vivir sin escribir, sin mostrar a tus lectores algo de tu alma, de tus vergüenzas o tus miedos. Si no eres capaz de saltar al vacío y ser humano, si te cansa sólo pensar en hacerlo, como dijo Bukowski, no lo hagas.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, 21/09/2015