Cuando subí no le presté demasiada atención, ella ya estaba sentada en el asiento posterior y como era media tarde el autobús estaba semivacío.
Al principio no me di cuenta de que estaba hablando por el móvil, pero a medida que la gente se iba bajando y aumentaba el silencio, su conversación se hizo más evidente.
Hablaba con su madre, que estaba en otra ciudad, e intentaba hacerle comprender que necesitaba su ayuda.
-Mamá, me hace falta el coche para encontrar trabajo. En el centro no hay nada.
-……..
-Ya sé que hay autobuses, pero para ir a los centros comerciales los horarios no se ajustan.
-………
-Mamá escúchame. Esto no es Soria, las distancias son más grandes.
-……..
-Claro que puedo usar el autobús, lo he hecho hasta ahora, pero para lo que necesito no me vale.
Me gustaría que quienes aseguran que los móviles favorecen la comunicación, hubieran presenciado aquel diálogo que era la viva imagen de la incomunicación absoluta. En aquella conversación había dos personas que solo se escuchaban a sí mismas.
-Mamá, ¿me escuchas?
-……….
-Pero yo…
-…………
-Ya lo sé, pero…
-………..
-¿Pero quieres escucharme, mamá?
-………
La muchacha se desesperaba al ver que no conseguía hacer comprender sus argumentos. Subía el volumen y el tono se iba tornando cada vez más angustioso.
El asunto central era, cómo no, el trabajo, y por derivación, su vida, su libertad, su independencia, y, en resumen, su propia autoestima. Debía haber estudiado algo que no tenía muchas más salidas laborales que preparar una oposición y para ello debía seguir en Valladolid y buscar un trabajo de media jornada que le permitiera acudir a una academia. Su madre intentaba convencerla de que estaría mejor con ellos y que así no necesitaría trabajar.
-Mamá, de lo mío no sale nada. O preparo la oposición o busco trabajo en un comercio y me olvido de lo que he estudiado.
-………
-Sabes que en Soria no hay academias que preparen esa oposición y además ya estoy acostumbrada a vivir sola.
-……….
-Ya sé que ella ha vuelto, pero yo no soy como ella. Hasta ahora no lo he necesitado. ¡No creo que os esté pidiendo tanto!
Alrededor de la muchacha se había ido formando una burbuja de silencio y la conversación era perfectamente audible para los que permanecíamos en el autobús, que no sabíamos cómo actuar. Unos con curiosidad malsana y otros aparentando no oír el triste dialogo, mirando las musarañas o el paisaje urbano que atravesábamos.
Mientras tanto los “¿Me escuchas, mamá?” se sucedían uno tras otro en un desesperado diálogo de sordos, pues cada parte seguía instalada en sus propios argumentos.
-Eso no me soluciona nada, cien euros más o menos no cambian nada.
-………
-Ya, pero…
-………..
-Pero escúchame….
-…..
-Mira, mamá, estoy en el autobús y no puedo hablar. Te llamo más tarde.
La conversación finalizó como cabía esperar: la chica, completamente superada por las circunstancias, cortó la comunicación de forma brusca. Le siguieron unos sollozos que, pese a su intención por disimularlos, fueron claramente audibles en un autobús en el que prácticamente ya no quedábamos más que la protagonista, el conductor y yo.
El suceso me impactó y me recordó los problemas a los que se enfrentan hoy nuestros jóvenes: falta de trabajo para personas bien formadas pero mal orientadas; incomunicación generacional; una involución laboral que a las generaciones más maduras les cuesta comprender y un entorno que les dificulta volar solos.
No debo ni quiero tomar partido. No conozco a la muchacha, ni a su familia ni sus circunstancias. A lo peor era una egoísta que no pensaba más que en sí misma y que simplemente no quería volver de nuevo al redil y al control familiar.
La escena me recordó parecidas situaciones familiares y sentí el impulso de darme la vuelta, hablar con ella, intentar tranquilizarla o incluso ofrecerle consejo, pero, ¿qué iba a pensar de un completo desconocido que se metía en su vida y pretendía darle lecciones? Me justifiqué diciéndome que si fuera mujer no habría problemas, pero que en mi caso no era lo más adecuado.
Cuando estaba a punto de darme la vuelta, pasó por mi lado para bajarse en la siguiente parada. Ahora podía observarla mejor: tenía una edad similar a la de mi hija pequeña y a pesar de las gafas oscuras, se notaba que había llorado. El autobús paró y ella bajó perdiéndose entre la gente.
El suceso me dejó desazonado, tanto por mi actuación como por la tristeza que reflejaba su cara, que era la viva imagen de la desesperación. Desde entonces, cuando subo a un autobús, veo su rostro reflejado en el de todas las muchachas de su edad y pienso en ella.
Bartolomé Zuzama. 17 de mayo de 2014.