Esta mañana me he despertado con un miedo angustioso de no poder volar.
Anoche mi madre al acostarme me volvió a recordar que los niños tenemos que hacer caso a las enseñanzas de los mayores.
Eso me dejó muy desasosegado, porque hacía pocos días que había desobedecido un mandato de Rafael y me había acercado demasiado a esos seres peculiares que habitan en un pequeño planeta azul al final de la Vía Láctea. ¡Son tan divertidos!
Sé que no debo acercarme tanto ya que podrían descubrirme, pero apenas puedo resistir la tentación de entrar en sus casas para gastarles pequeñas bromas.
Cuando no pueden verme ni oírme les escondo las cosas, retraso sus relojes o quito las tapas de sus cazuelas, aunque la última vez que hice eso, una de esos seres casi entra en trance del susto, quizá me pasé un poco.
Me encanta cambiarles de sitio las cosas, hacer ruidos inesperados o soplarles en la nariz cuando duermen, para sobresaltarlos.
Cuando me he despertado estaba a la vez arrepentido y asustado, pero todo ha quedado atrás cuando al salir a la terraza, mis grandes alas blancas se han abierto sin problemas y me he lanzado al vacío para reunirme con el resto de aprendices de ángel, camino de la escuela.
Quizá lo que se dice de que los ángeles traviesos pueden perder sus alas es solo un cuento para niños.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 28 de noviembre de 2018.