La luz disminuía a través del vidrio mojado y la noche imponía su manto opaco sobre el campo. Llovía desde la mañana y todos los árboles que flanqueaban las vías goteaban. Pronto llegarían a los túneles, todos esos túneles que permitían que el tren cruzara la Sierra Norte y llegara al puerto.
Un potente silbido de la locomotora me sobresaltó; me había quedado traspuesto sobre el libro que Susana me había regalado la última vez que nos vimos. Abrí los ojos, dudé, volví a cerrarlos y me los restregué con las manos para asegurarme de que no seguía dormido.
Al abrirlos de nuevo miré tras el cristal. Fuera, un sol espléndido iluminaba la pequeña cala donde un bosque de pinos iba a morir al mar. Del libro y del tren no quedaba ni rastro. ¿Habrían puesto algo en mi bebida? Tenía que dejar de frecuentar esos antros, lo que me estaba ocurriendo no era normal y no se parecía en nada a mis anteriores borracheras, ya que no me dolían la cabeza ni el estómago. Sin darme apenas cuenta volví a quedarme dormido.
Me despertó un sonido extraño, como si algo golpeara una ventana, y comprendí que esta vez no estaba soñando ni alucinando. Haciendo un esfuerzo abrí los ojos y todavía alcancé a ver la escena, antes de que el cristal que tenía frente a mis ojos se oscureciera por completo.
Mirándome desde arriba, Susana, con los ojos enrojecidos, sostenía una rosa roja en su mano y un pañuelo blanco en la otra. Junto a ella, un desconocido con una pala iba arrojando tierra que caía sobre la pequeña mirilla, con un sonido que anticipaba el silencio y la eternidad.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 25 de noviembre de 2017