El espíritu del bosque se moría. Los tentáculos de las hiedras y las enredaderas ya no crecían y se habían ido endureciendo hasta convertirse en sarmientos rígidos, como los dedos de los ancianos abandonados en la residencias.
Los antaño bosques rumorosos, que cobijaban múltiples criaturas bajo el artesonado vegetal de sus ramas, habían dado paso a muñones tristes y melancólicos como postes telefónicos sin cables en medio del desierto. Las gamas infinitas de verdes y ocres se habían transformado en un gris monocromático igual que el de los uniformes de los sepultureros o el de las yermas cuencas mineras.
Primero desaparecieron las lúminas, esas preciosas criaturas nocturnas que alumbraban los claros con el fulgor de sus sonrisas y sus alas. Muchas sucumbieron bajo las redes de los cazadores, que las vendían a dueños de circo sin escrúpulos para sus espectáculos itinerantes por pueblos dejados de la mano de Dios. Otras acabaron empaladas sobre láminas de corcho, para servir de entretenimiento en polvorientos y solitarios museos de historia natural de provincias. Sin ellas, los bosques perdieron parte de su luz y comenzaron a reducirse.
Tras las lúminas se fueron los faunos. Hay quien dice que al enturbiarse las aguas de arroyos y torrentes por los avances de los humanos, las ninfas no pudieron sobrevivir y los faunos murieron de pena.
Las sierras asesinas establecieron un asedio permanente y durante el día no se escuchaba otra cosa que el trágico sonido de sus motores y el último quejido de los gigantes verdes al caer, derrotados y muertos.
Muchas criaturas, mágicas o no, se adentraron en las espesuras más sombrías e inaccesibles para intentar sobrevivir. Establecieron alianzas y pidieron ayuda al espíritu del bosque. El espíritu utilizó los poderes arcanos que siempre habían sido suficientes. Conjuró tormentas, dirigió certeros rayos e incluso modificó cauces de torrentes para expulsar a los humanos. Todo se demostró inútil. La antigua magia ya no servía frente a la codicia y la falta de escrúpulos de compañías sin corazón y máquinas sin cerebro.
Para intentar retrasar lo inevitable, recurrió a los pocos humanos que todavía creían en el poder de la naturaleza como fuente de vida, pero los tacharon de locos, los apalearon y los encerraron, acusándoles de ir contra el progreso y la humanidad.
Los belicosos orcos y los siempre organizados enanos propusieron luchar por lo que había sido suyo, pero no lograron el consenso suficiente y optaron por desaparecer en el subsuelo, adaptándose a la oscuridad eterna. Las hadas y los elfos fueron los últimos en desaparecer, tras letales expediciones en busca de las frondas que quizá les permitirían mantenerse en la superficie. Las enfermedades y la falta de libertad los fueron diezmando hasta convertirlos en insignificantes.
Pero lo que mató al espíritu del bosque no fueron las máquinas o la deforestación, ni siquiera la codicia. El espíritu del bosque fue derrotado por la falta de imaginación y el abandono de los niños, sustituido por juegos electrónicos diseñados para crear esclavos y cercenar la fantasía.
El espíritu murió sobre una mesa de diseño, humillado y derrotado por un nuevo relato en el que no cabían las criaturas mágicas, en el que los héroes vivían en el hiperespacio o en el multiverso y no en la tierra. Nunca entre los árboles que rodeaban las casa de los niños, desde donde jugaban con ellos y les lanzaban guiños hasta que cruzaban el umbral de la racionalidad. Sus brazos, como ramas, fueron secándose y las raíces que surgían de su tronco se endurecieron y entrelazaron formando un laberinto estéril.
Esa racionalidad era la asesina. Una forma de pensar que cada vez llegaba más pronto en el crecimiento de los niños, que ahogaba la imaginación y negaba la existencia de cualquier criatura o suceso que no se ajustase a sus rígidas leyes.
A lo que quedaba del espíritu del bosque, apenas un tocón seco, lo encerraron en un enorme almacén subterráneo, junto con las primeras ediciones de los libros malditos secuestrados. El resto de los libros peligrosos murió en la hoguera, para que no inflamasen las mentes de los niños y los jóvenes con sus relatos fantásticos de criaturas extraordinarias. Arriba dejaron otros, inofensivos, en los que cualquier atisbo de veleidad mágica había sido extirpado y cauterizado. Cuando las autoridades clausuraron las puertas del almacén, la decadencia se adueñó del mundo y los humanos dejaron de brillar.
Pensaron que habían vencido y fue pasando el tiempo. La uniformidad ya era casi completa cuando, en un lejano pueblo entre montañas, una niña muy pequeña se perdió en el bosque y encontró un hada.
Cuando se produjo ese encuentro, en un enorme almacén subterráneo, oscuro y polvoriento, una pequeña raíz verde comenzó a crecer de un viejo tocón seco.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 13 de junio de 2020