El café se le había quedado frío, olía a fracaso y sabía a miedo. Apoyada en la pared de aquella azotea multiusos, Bárbara daba vueltas a lo que había sucedido dos plantas más abajo.
Uno de los últimos rayos del sol vespertino la deslumbró y la hizo parpadear. Si se acercaba a la barandilla todavía podía ver alguno de los edificios emblemáticos de la ciudad, el urbanismo desaforado había respetado este barrio. ¡Cómo amaba esa azotea! Aunque no era muy grande servía para propósitos muy heterogéneos. Allí se podían descargar frustraciones, negociar contratos, celebrar cumpleaños e incluso su barandilla había sido testigo de algún apasionado magreo tras la fiesta de Navidad. Con la pandemia su utilidad como válvula de presión se había revalorizado, aunque permaneció desierta durante el confinamiento.
La reunión y sus decisiones volvieron a absorber toda su atención. Las cosas iban mal. El vetusto periódico local estaba en las últimas. En su intento de competir contra el mundo digital había acabado derrotado y prácticamente aniquilado. Solo sobrevivía gracias al «impuesto revolucionario», el presupuesto para publicidad que las diferentes administraciones, salvo la nacional, repartían entre los medios para tenerlos domesticados.
No es que fueran a despedirla, hacía tiempo que la mayoría de los colaboradores eran autónomos, pero ahora estaba en cuestión la exclusividad. Si para reducir costes el diario contrataba sus imágenes en el libre mercado, perdería su principal fuente de ingresos.
Para capear el temporal, al menos hasta que finalizase la pandemia, el director había tenido la ocurrencia de añadir una sección especial sobre el impacto del COVID en los ciudadanos locales, basada en imágenes. Necesito que seas creativa, le había dicho, ya sabes lo mucho que confío en ti. Bajo esta frase latía otra: si no me traes algo impactante, vete despidiendo de tu relación de exclusividad.
Su especialidad eran las fiestas, los eventos y las aglomeraciones de todo tipo. Sus conocidos le decían que mirando sus fotografías podían oír las charangas e incluso oler el vino derramado en las batallas etílicas de los pueblos. Sabía dónde colocarse y qué enfoque elegir para obtener imágenes impactantes y descriptivas. Atesoraba numerosas anécdotas y había sido testigo de celebraciones muy peculiares, incluyendo desfiles de ataúdes, procesiones de pendones con solera o desfiles bajo la peculiar luz de odres ardiendo.
Si alguien le hubiera dicho que iba a terminar trabajando como fotógrafa para un periódico de su ciudad natal no lo hubiera creído jamás. Precisamente para abandonar esa ciudad natal, triste capital de provincias que agonizaba sin remedio, había elegido una carrera que no se pudiera cursar en su pequeño campus. Cuando les dijo a sus padres que quería estudiar Educación Social les dejó estupefactos, aunque pensándolo con más calma se dieron cuenta de que esos estudios se ajustaban a su carácter y a su planteamiento vital.
La facultad compartía campus con Bellas Artes y no tardó en trabar amistad con algunos de aquellos seres locos, deliciosos y creativos. Una de ellas le inoculó en vena el amor por las imágenes y le ayudó a conseguir su primera cámara de segunda mano. Tuvo que poner bastantes copas por las noches para pagarla sin pedir nada a sus padres, pero cuando la tuvo en sus manos sintió la llamada. La fotografía digital la catapultó a otro nivel y al ganar varios premios supo que esa era su vocación, aunque terminó la carrera por la presión familiar. De sus fotografías se decía que conseguían reflejar lo que otros no eran capaces.
La fotografía de la niña afgana de Steve Mcurry se convirtió en su estrella polar y unicornio de referencia. Se planteó trabajar con alguna agencia internacional y lanzarse a la aventura, viajar y conocer mundo, pero en el último momento le asaltaron el miedo y las dudas y eligió lo cómodo, la oferta del periódico, volver a casa, no arriesgarse.
Cualquier otro tema le hubiera ido bien, pero la maldita pandemia la tenía bloqueada, era incapaz de lograr imágenes sin sufrir y aquello nublaba su creatividad. Era su kriptonita particular. Cuando a través de la cámara intentaba enfocar las colas del hambre, los negocios cerrados, las fosas comunes o alguna UCI saturada de personas entubadas y en coma inducido algo sucedía. Mientras el visor de la cámara se tornaba negro, ella se quedaba en blanco y era incapaz de encontrar el enfoque adecuado. Una empatía que ascendía de sus entrañas la trastornaba y estallaba en sollozos que le impedían hacer su trabajo.
¿Cómo podía decir a su jefe que le era imposible traducir en imágenes los efectos de una bestia que se había llevado por delante a su abuela en una residencia y a sus padres en casa dejándola sola ante la tragedia? ¿Cómo podía hacerles ver que en apenas unas semanas su familia había desaparecido, que veló sola a sus padres en un triste tanatorio y que ni siquiera pudo hacer eso por su abuela porque estaban confinados y estaba en otra provincia?
Por instinto sacó su móvil y consiguió captar el juego de luces que un sol a punto de ponerse producía en el rosetón de la catedral.
El problema no eran las imágenes
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 26 de octubre de 2020.