La casa piloto

No tengo muy claro cómo llegué a la casa, posiblemente me llamara alguno de mis conocidos de la policía. Por mi profesión, a veces solicitan un asesoramiento en casos que podríamos llamar «peculiares». Lo cierto es que ese detalle ha desaparecido de mi mente, ahogado por la avalancha de sentimientos y sensaciones provocados por lo que después me encontré allí.

El director del colegio donde estudiaban los hijos de la familia que vivía en aquella vivienda fue informado de que habían dejado de asistir a clase sin motivo aparente y sin aviso previo. Desde secretaría habían intentado contactar con sus padres a través de los teléfonos que constaban en sus fichas, pero había sido inútil. Uno de los teléfonos era el de la empresa del padre, una librería y papelería cercana a la que se acercó personalmente uno de los bedeles. La encontró cerrada a cal y canto y cuando habló con los comercios de alrededor le comentaron que hacía varios días que permanecía así y que no habían visto al dueño.

Quizá en otros momentos hubieran concedido un margen de tiempo para ver si daban señales de vida, pero con la pandemia arreciando pensaron en lo peor y llamaron a la policía.

El inspector Martínez, al que asignaron el caso, se puso en contacto con el centro de salud que les correspondía, donde le aseguraron que no tenían constancia de enfermedad alguna. Martínez, excelente profesional y buen amigo, decidió que había suficientes indicios para iniciar una investigación más a fondo. Por lo que le conozco, sospecho que creía que se habían infectado y que estaban enfermos en casa o puede que algo peor.

Era una vivienda que podría tildarse de normal, dentro de un barrio de clase media o media acomodada. Quizá lo que la hacía diferente al resto de chalés adosados de la periferia era el orden y la limpieza que percibías antes siquiera de abrir la cancela que daba acceso al pequeño jardín delantero.

Al entrar, la normalidad seguía reinando. Eso sí, no había nada fuera de su sitio ni que desentonara en aquel entorno de familia perfecta.

Las habitaciones de los niños, azul para él y rosa para su hermana, parecían deshabitadas por lo ordenadas y limpias hasta la extenuación, lo mismo que la habitación de matrimonio o el salón.

Los libros, en las estanterías, ordenados por tamaño y alfabéticamente. Las colchas sin que la más mínima arruga perturbase su superficie. Las cortinas de toda la casa cerradas, ocultando el interior.

En los baños y la cocina se podían oler el orden y la limpieza absoluta. Nada fuera de su lugar o que turbase una paz que se asemejaba a la de los camposantos. Además del orden destacaba el silencio. Un silencio de mausoleo olvidado por el tiempo y el afecto.

Al entrar, tenías la sensación de visitar una casa piloto, con una exposición de muebles y decoración jamás utilizados. Si no hubiera sido por un azar del destino, quizá la visita no hubiera pasado de ahí.

Mientras revisaba una despensa, a uno de los agentes se le cayó la botella de agua que estaba bebiendo. Al derramarse por el suelo el agua reveló una rendija donde no debía haberla. Una observación más detenida descubrió la trampilla.

Buscando a conciencia, antes de utilizar la fuerza para ver qué había debajo, encontraron un resorte que hubiera pasado desapercibido. Al accionarlo, la trampilla se abrió lo suficiente para asirla y levantarla, dando acceso a una escalera de madera que descendía a un sótano.

Repentinamente, la vaharada de una mezcla de hedores asaltó nuestras fosas nasales. Un olor a pólvora, a muerte y a terror hizo que Martínez, que iba a bajar primero, se detuviera un momento y se echara para atrás. Una vez superada esa primera impresión, comenzó el descenso hacia una estancia que permanecía pobremente iluminada.

Tras el inspector bajé yo, consciente de que si hubiera habido algún peligro mi amigo me lo hubiera impedido. Tras descender el único tramo de escalera llegué a un sótano, más amplio de lo que había supuesto. Desde la base de la escalera veía una sala que parecía hacer las veces de comedor, cocina y zona de estar, presidida por un gran cuadro del Sagrado Corazón de Jesús, de los que era habitual encontrar en las viviendas españolas de los años cuarenta. Tres puertas daban a la sala, de las que dos continuaban cerradas. Martínez había abierto la tercera, la más cercana a la escalera y permanecía quieto mirando hacia un interior tenuemente iluminado. Presintiendo que algo le sucedía me acerqué y vislumbré una habitación pequeña con dos estrechos camastros sobre los que yacían, presumiblemente muertos y mirando al techo, los dos hermanos. Cada uno de los camastros estaba presidido por un crucifijo, que era toda la decoración de la estancia, iluminada por una sencilla bombilla de techo de muy baja potencia. A pesar de la escasa iluminación, se podía percibir la palidez de su piel y un residuo pegado a las mejillas que parecía proceder de sus bocas.

Sin entrar ni tocar absolutamente nada, abrimos la siguiente puerta. Una estancia algo mayor, ocupada por una sencilla cama de matrimonio, dos mesillas y una pequeña cómoda nos reservaba otra sorpresa. Bajo un cuadro de la Inmaculada Concepción y en la misma postura que sus hijos, yacía la madre con el mismo residuo y la misma palidez.

Al abrir la última puerta hallamos una escena aún más impactante y mucho mejor iluminada. Tras una antigua mesa de despacho y desmadejado sobre el respaldo del sillón, el padre de familia permanecía con la boca abierta tras haberse descerrajado un tiro, que había esparcido sus sesos por la pared que tenía tras él. En el suelo, caída junto a su mano yerta, una pistola, reglamentaria en el ejército español hasta los años ochenta. Tras superar el shock inicial nos dimos cuenta de que vestía un uniforme de alférez de milicias universitarias con el correaje completo y que, en la pared, ahora salpicada de sangre y restos orgánicos, había tres cuadros idénticos en tamaño y marco con una colorida representación de la santísima trinidad del fascismo: Franco, Hitler y Mussolini, todos de uniforme.

Antes de salir para que la policía científica pudiera emprender su labor, hicimos una última inspección, que nos permitió comprobar que tanto la mujer como los niños vestían una ropa muy desgastada del estilo de mediados del siglo anterior y que no había a la vista ningún aparato electrónico como radio, televisión o teléfonos.

Como ocurre a menudo, cuando el suceso se hizo público una asistente social completamente saturada y avergonzada por no haberlo hecho antes hizo llegar a la policía un informe, referente a la reunión que había mantenido con la mujer presuntamente asesinada el día anterior. La fallecida se llamaba Amparo y su presunto asesino Federico.

Martínez me hizo llegar una copia del informe para que le diera mi opinión. Según comunicó Amparo a la asistente social, tanto ella como sus hijos vivían en un estado de permanente terror, aunque jamás había existido maltrato físico —para que no pudiera descubrirse y quizá no era necesario, pensé al leerlo—. Federico estaba obsesionado con la ideología y el modo de vida católico y de orden imperante en la España de los años cincuenta y les había obligado a vivir de esa manera, incluyendo el uso de bombillas de escasa potencia y sin apenas electrodomésticos.

Cuando nació su hija mayor se mudaron al chalé, pues antes vivían con Doña Concha, la madre del presunto asesino. Hija de un coronel laureado en la guerra civil y viuda de un donnadie, comulgaba y apoyaba con entusiasmo las ideas de su único hijo al que idolatraba, según Amparo. Mientras vivían con ella le había ayudado a doblegar a su joven mujer, apocada, sin más trabajo que atender a su marido y sin familia cercana.

Desde el traslado al chalé siempre habían vivido en el sótano, con las mínimas comodidades y completamente aislados de cualquier contacto. Los niños no acudieron jamás a una guardería y a las visitas que tenían que hacer al centro de salud para las enfermedades comunes les llevaba siempre el padre, que también se encargaba de hacer cuantas compras fueran necesarias.

Al llegar la edad obligatoria para la escolarización de la mayor, Federico eligió un colegio religioso privado que mantenía segregados a sus alumnos por género. Antes de que se incorporara, amenazó a su mujer sobre lo que le podría pasar si hablaba con alguien de su modo de vida o si ayudaba a que su hija hiciera amistades. Con su hijo menor siguió el mismo proceder.

Su vida se mantuvo así durante varios años hasta que falleció Doña Concha, la matriarca. La casualidad hizo que en el entierro coincidieran con Matilde, una prima de Federico que era enfermera y trabajaba en el centro médico que les correspondía. Al parecer Matilde había detectado algo extraño en aquella relación y un día, aprovechando que Amparo tenía una cita médica, se las apañó para poder estar a solas con ella y lograr que superase su miedo y le hablase de su vida. Lo que oyó la dejó tan impresionada que organizaron la manera de verse de nuevo. En la siguiente reunión entregó a Amparo un teléfono de prepago y un cargador, enseñándole a usarlo.

Como Federico estaba fuera de casa bastantes horas para atender su negocio, el teléfono permitió a Amparo ampliar los detalles de su vida y a Matilde tratar de convencerla para que denunciara la situación ante las autoridades.

Con el paso del tiempo Federico se había relajado y permitió asistir sola a Amparo a una reunión en el colegio, puesto que le coincidía con otros asuntos a los que no podía faltar. Estaba seguro de mantener un control absoluto sobre ella y de que no habría problemas.

Amparo estaba decidida a huir con sus hijos como fuera y con la ayuda de Matilde había concertado para ese día y hora una reunión con la asistente social a la que reveló su historia. Al parecer habían acordado seguir aguantando un tiempo mientras la funcionaria tomaba las medidas oportunas.

A partir de ese momento y hasta el desenlace únicamente podíamos hacer conjeturas sobre lo que había ocurrido. Quizá él la había seguido y la había visto fuera del colegio o había encontrado el teléfono, no lo sabíamos. A lo mejor las nuevas pruebas podrían aclarar qué había sucedido.

Lo que me llamó más la atención fue que el colegio no hubiera detectado nada. Los niños vestían ropa actual para ir a clase, pero tenían que comportarse de una manera peculiar comparados con sus compañeros y eso se nota, salvo que prefieras mirar para otro lado. Quizá con comprobar que la familia asistía unida a la misa de los domingos en la capilla del centro se daban por satisfechos.

Contacté con Martínez para expresarle mi punto de vista y me contó algunas cosas que ayudaban a completar, de alguna manera, el acertijo.

El uniforme que portaba Federico no era suyo, él no había podido hacer el servicio militar por un problema de pies planos.

La mujer y los hijos habían fallecido envenenados con una sustancia que al parecer actuaba con rapidez, reduciendo el sufrimiento. Al menos en eso el padre había sido magnánimo.

Cuando la policía hizo un registro a fondo descubrió que el teléfono fijo de la casa estaba en el despacho de Federico, y todo hacía pensar que permanecía continuamente cerrado con llave, por lo que Amparo no podía entrar.

En uno de los cajones de la mesa del despacho hallaron dos teléfonos móviles. Al parecer uno era de Federico y el otro el que Matilde le habría entregado a Amparo. Ese podría haber sido el desencadenante de la tragedia, aunque no se podría probar.

Al registrar la papelería hallaron un pequeño almacén subterráneo que reservaba otra sorpresa. Tras una puerta hábilmente disimulada descubrieron panfletos, libros y material de propaganda de ideología supremacista. En una caja fuerte había varias armas cortas y municiones. El acceso al teléfono de Federico permitió comprobar que era el presunto cabecilla de una red neonazi que habría protagonizado algunos altercados, aunque la policía no la tenía completamente localizada. Los comerciantes de los alrededores, al ser interrogados, no se podían creer que un hombre tan normal y discreto como Federico fuera el monstruo que estaba asomando a medida que la investigación avanzaba.

Mientras en el sótano habitaba el terror, en la planta superior las colchas permanecían sin una sola arruga.

 

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 27 de noviembre de 2020.

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