Se mintió a sí mismo diciendo que ella ya no sentía nada y que había olvidado quién era, mientras preparaba la maleta con recuerdos de más de cuarenta años de vida en común.
El olvido de su bolso en una cafetería fue la primera señal, luego siguieron otras. No le dio mucha importancia porque, en poco tiempo, se habían juntado muchos acontecimientos y lo achacó al estrés. La boda de su hija pequeña y los trámites de prejubilación de la empresa donde había trabajado tantos años habrían influido.
Pasó el tiempo y llegaron las luces sin apagar, las comidas quemadas, la falta de aseo personal y, aquella mañana, la llamada desde la panadería de toda la vida para que fuera a recogerla.
A pesar de los síntomas seguía convencido de que se estabilizaría. Ella estaba más o menos como siempre, incluso más cariñosa, como si hubieran vuelto a conocerse y a enamorarse de nuevo. Eso lo compensaba todo y además, tras su retiro, tenía todo el tiempo del mundo para dedicárselo y remediar sus “pequeños despistes”, como los llamaba ante sus hijos. Ellos insistían en que debían medicarla, pero en su fuero interno sabía que el proceso era irreversible aunque no quisiera reconocerlo.
Todo cambió aquel día en que al ir a despertarla no le reconoció y empezó a llorar aterrorizada, refugiándose encogida en un rincón de la habitación con los ojos cerrados y las manos entrelazadas, como una niña pequeña. Ya más tranquila, empezó a hablarle con lo más parecido a su voz infantil:
– ¿Por qué me bañas? ¿Eres mi papá? ¿Vas a leerme luego el cuento del osito?
A partir de ese momento comprendió que, a pesar de tenerla a su lado, estaba solo. Ya no podría conversar con ella, todo lo más leerle cuentos y arroparla tras ponerle el pijama, y cuidarla con toda la paciencia de la que fuera capaz.
– ¿Me lees un cuento? Tengo hambre. No quiero esas pastillas. ¡Dejame, eres muy malo y no te quiero, quiero que venga mi mamá!
Nunca había podido soportar el dolor de otras personas o incluso el de los animales. Su empatía lo dejaba incapacitado y casi le impedía tomar decisiones. Aunque no se trataba realmente de un dolor físico, ahora lo tenía en casa, frente a él, y no sabía cómo hacerle frente.
– ¿Por qué no me dejas coger a mí la cuchara? Esta vez no voy a tirarlo. Déjame, que no voy a mancharme. ¡Así no quiero!
Cuando sus hijos entraron en casa, dos días después, extrañados de no tener noticias suyas, los encontraron abrazados en la cama, como si durmieran.
En la mesita de noche, junto a un tubo de somníferos vacío, una carta en la que intentaba justificar su decisión.
En una silla, al lado de la cama, una maleta con recuerdos de más de cuarenta años de vida en común.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, diciembre de 2015.