Anochecer en Albuquerque

El ocaso llegó con su dulce olor a menta. Las luciérnagas comenzaron a desplegar sus alas iluminando las sombras rojizas que, poco a poco, se cernían sobre nosotros.

Yo tenía la garganta en carne viva. Llevaba todo el día hablando para intentar convencer a tristes amas de casa de que mi prosaica lavadora era lo que necesitaban para mejorar una vida insulsa y aburrida.

Ella, junto a un arbusto, me observaba con la misma expresión con la que una vaca mira una enciclopedia, huera, vacía, que sin embargo no menoscababa una salvaje, aunque serena, belleza. La manta que cubría sus hombros había resbalado y se asemejaba a una de aquellas criaturas maravillosas de los impresionistas que tanto amaba.

Me acerqué a ella y la tomé de la mano. En una cafetería cercana, la luz de los fluorescentes hizo que sus pecas destacaran como pequeños rubíes sobre una piel pajiza requemada por el sol del sur. Pedimos croquetas, pastel de manzana y un helado. Las croquetas me recordaron a las que preparaba mi madre en una vida anterior ya olvidada o quizá a las de un universo paralelo.

En el supermercado del otro lado de la calle comenzaba el trasiego nocturno. Tristes e impersonales almas sedientas de alcohol acudían protegidas por la oscuridad para salvaguardar una identidad que no importaba a nadie.

Como en el diván del psicoanalista, le relaté mi vida y milagros mientras ella asentía y el helado le resbalaba por las comisuras de los labios. Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para resistir y no limpiárselo con unos besos interminables con regusto a chocolate y fresa.

A pesar de mi garganta dolorida, le conté incluso lo de mi libreta de poemas, aquella que escondía en el fondo de mi patético maletín de viajante. La libreta en la que todas las noches enterraba mi frustración por una vida tan diferente a la que hubiera deseado.

Aunque no pronunció una palabra, no hizo falta, sus ojos reflejaron todas las respuestas, absorbieron todos mis miedos y los convirtieron en esperanzas. Al salir la luna la dejé en el porche de la casa que me indicó.  Antes de despedirnos, posó un dedo con elegante delicadeza en sus labios y luego en los míos.

No la he vuelto a ver, pero ese encuentro cambió mi vida. Ahora, cuando me pongo a escribir versos para el siguiente poemario, sueño con regresar a Albuquerque a buscarla.

 

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 23 de febrero de 202

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