FE DE VIDA

fe de vidaEl otro día coincidí con un buen amigo con el que he compartido muchas y variadas vicisitudes y comprobé que estaba tremendamente enfadado con el mundo.
Decidí no preguntarle directamente y esperar, como buen psicólogo, a que fuera él quien me detallara el motivo. Eso sí, facilité un poco su locuacidad con un par, o quizá más, de cervezas.
En un determinado momento, alcanzado ya el puntito, pasó de las musas al teatro y mirándome más o menos con fijeza empezó a pormenorizar el motivo de su monumental cabreo, de una manera más o menos hilvanada.
Con una voz tranquila, aunque algo afectada por los efectos del alcohol y el enojo, comenzó diciendo: “Hace poco cumplí cincuenta y seis primaveras y estoy hecho un chaval, con achaques pero sin grandes taras. No tengo mal tipo, aunque seguro que mejoraría con unos kilos menos y unos ojos más claros. Cuando salgo de la peluquería de Pilar gano bastante, ya que a modo de esquiladora australiana reduce mi barba de abuelo gnomo a unas proporciones adecuadas. Aunque pensándolo bien, si me hiciera hípster seguramente me ahorraría un dinero, tendré que pensarlo.
Cierto es que para leer tengo ciertos problemillas, pero nada que no solucionen unas lentes progresivas y si, vale, quizá también un audífono. Mi memoria es cada vez más corta, pero la tecnología y el papel se alían para ayudarme. Aunque no soy un nativo digital, me apaño bastante bien con los gadgets habituales porque no soporto que una máquina o similar se ría de mí, salvo que sea Terminator.
Aunque firmemente convencido de que la sangre que riega el músculo no riega el cerebro, me atreví con el Pilates. Estoy mayor para el pádel y además me parece una pijada, o sea, una cosa de pijos. Gracias al Pilates he descubierto que sigue habiendo músculos en mi pared abdominal, aunque no marque tableta como algún insigne expresidente del gobierno.
Aunque monógamo más o menos convencido, no me disgusta estar rodeado de jóvenes alumnas pendientes de sus notas y haciéndome la pelota para mejorarlas.
Se podría decir que mi vida engloba varias vidas puesto que he tenido que reinventarme varias veces. Antes de abandonar una de las islas mimadas por el Mediterráneo conseguí aprender a navegar y a conducir una moto. Mientras, unos atisbos de libertad comenzaban a filtrarse como tenues rayos de luz entre el gris monótono de una dictadura que languidecía encaminándose a un final, a la vez incierto y esperado. Fui testigo de ese final en Zaragoza, entre carreras frente a los grises por el Paseo de la Independencia y noticias del cierre de la universidad de Valladolid por decisión gubernativa.
Sin solución de continuidad y sin anestesia pasé del Mediterráneo a la Castilla profunda, de la moto y la cesta al hombro al uniforme y al polvo de los campos de maniobras. Desde Zamora, cinco años y un día entre Zaragoza y Segovia, con la mente puesta en una puerta que se abría, buena conducta mediante, del sábado a mediodía al domingo por la noche, para cientos de jóvenes conservados en una ilógica e insana burbuja social. Entre tanto, tras aquellos muros, se votaban las Cortes Generales y la Constitución, un presidente con un par legalizaba el PCE y entrabamos en la OTAN sin entrar, además de reencontrarnos con las fauces de viejos y crueles fantasmas un triste día de febrero del ochenta y uno. De esos años recuerdo que por hacer un simple comentario sobre la urgencia y necesidad de una Constitución me acusaron, a voces y en un comedor con más de seiscientos cadetes, de agitador, comunista y mal español. Recuerdo también un piso compartido con unos universitarios locos de Teruel, probar por primera vez la absenta, una novia de Haro que besaba con toda su alma y aquella fiesta del PC donde me encontré con el general que mandaba mi Academia, completamente relajado e integrado.
Tras la impagable experiencia de conocer la Transición desde la perspectiva castrense y los últimos soldaditos de reemplazo obligatorio, a los treinta y dos años me civilicé, cambiando el mimetizado y los cañones por la corbata y el ordenador, la artillería por la psicología. Dejé atrás buenos y malos profesionales, relación con personas y personajes de todas las regiones del país y algunas situaciones curiosas como aquella en el ochenta y dos en que nos reunimos varios compañeros para celebrar la Constitución y desde las altas instancias tuvieron el simpático detalle de asignarnos una discreta vigilancia de policía de paisano. Qué tiempos aquellos en los que hacías patria organizando comidas y partidas de mus con los alcaldes de los pueblos donde acampabas con tus huestes, para que vieran que las cosas estaban cambiando y que no se nos atragantaban las judías por compartir mesa y mantel con ellos, fueran de izquierdas o de derechas, mientras los niños y niñas del pueblo se encaramaban a los cañones o hacían sonar la sirena de la ambulancia.
Desde los noventa prácticamente no he parado, con cambios de trabajo e incluso con alguna aventura empresarial que me ayudó a comprender el enfado de los autónomos con su situación en nuestro país, a muchos de cuyos políticos se les llena la boca de alabanzas hacia ellos antes de las elecciones y se les vacía la memoria tras ellas.
Una de mis últimas aventuras, ya que desdeñé el doctorado por prescripción facultativa, ha sido lanzarme al proceloso mar de la escritura creativa y el mono de escribir ya me tira de los pelos cuando paso un tiempo sin hacerlo.
En estos años he viajado a menudo por la piel de toro e incluso fuera de ella. Conozco algunos países europeos y un pedacito de Latinoamérica. De todos me quedo con Francia y con el último descubrimiento, nuestro desconocido y a veces autista vecino del oeste, Portugal, sus gentes, la elegante decadencia del Chiado o la Baixa de Lisboa o la Ribeira de Oporto.
Pero volviendo a lo que nos ocupa, mi suegra que era muy refranera, siempre me recordaba el día de mi cumpleaños que nunca sería más joven que ese día y así me siento.”
Dejo de hablar y tras un largo trago que redujo a cero el contenido de su vaso, volvió a mirarme y dijo:
“Después de todo este rollo todavía te estarás preguntando el motivo de mi cabreo existencial. La verdad es que tengo varios, uno más filosófico por el rechazo que me produce esta sociedad autodestructiva que desdeña el conocimiento de la mitad de sus integrantes porque son mujeres y que expulsa de sus empresas a las personas cuando su mente es más productiva, rebajando cada vez más la edad de jubilación real, no la legal, que aumenta según las demandas del Fondo Monetario Internacional.
Pero mi enfado más personal y concreto se debe a una reciente normativa que me obliga a pasar por una triste oficina cada año, en el mes que cumplo años, a dar fe de vida y probar fehacientemente mi existencia, si quiero seguir percibiendo mis emolumentos. En un momento en que no se te mueve un pelo sin que se entere Hacienda, van y se inventan la fe de vida presencial.
Pues sabes que te digo, ¡que me cisco en la fe de vida, en los certificados, en los burócratas y en el sursuncorda!”.
Tras decir eso, se levantó, me saludó con una solemne inclinación de cabeza y un soberbio taconazo y se marchó.
No he conocido a nadie con más razón para estar enfadado con el mundo.

Valladolid, 20 de septiembre de 2015

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