Feriantes

feriantesLa sirena atronó las calles de Madrid, había que bajar inmediatamente al refugio más cercano.
Julia retiró de la bilbaína el magro potaje de racionamiento que estaba preparando para que no se quemase, cogió a Manuel de su cuna y se abalanzó escaleras abajo.
Casi habían llegado a la puerta de la calle cuando se percató de que los impactos estaban aproximándose, el ruido y el temblor creciente la paralizaron. Cuando la pared cayó sobre ella no pudo hacer nada para evitarla, tan solo proteger al niño con su cuerpo.

Ya estaban en Torrenegra del Infante, pronto podrían aparcar los carromatos e instalar la carpa y los decorados para la función de la noche. Manuel, como benjamín de la compañía, acompañó a Don Gaudencio, el empresario, en su preceptiva visita a las autoridades locales. Tenían que ver al alcalde, al párroco y al cabo del puesto de la Guardia Civil. La posguerra eran tiempos difíciles para una compañía de variedades y no podían permitirse problemas. Nada de carne ni picardías, todo debía ser casto y políticamente correcto para sobrevivir en un país destrozado y sin ilusiones.
Mientras esperaba a las puertas del ayuntamiento su mente voló hasta el momento en que Tomasa, la mujer barbuda, lo liberó de los cascotes y del cadáver de su madre. Desde entonces lo cuidaba y se había convertido en un feriante más. El sueño, la falta de alimento, o ambos, se aliaron para adormecerle y que empezara a soñar. Era un extraño sueño en el que le pareció que vagaba entre las nubes, acercándose a una figura brillante que le resultaba familiar y tranquilizadora.
Cuando el agua impactó en su cara despertó sobresaltado. Ya no estaba en el ayuntamiento, sino en una pequeña iglesia con un mural en el techo que representaba a Dios en el cielo, tendiendo su mano hacia los hombres.
–Vaya susto nos has dado, rapaz. –dijo Don Gaudencio secándole el agua de la cara– al salir te he encontrado tirado en el suelo y no reaccionabas, pensé que te morías. Menos mal que el señor párroco me ayudó a traerte a la iglesia y te ha reanimado con agua bendita.
–He visto un ángel entre las nubes, que brillaba y se acercaba hacia mí –dijo Manuel– su cara me parecía familiar y sonreía.
–¡Anda chaval, no digas tonterías!, seguro que era la figura de ahí arriba que has visto al abrir los ojos. Le voy a decir a Tomasa que esta noche te aumente la ración, que estás muy débil.
Manuel no replicó. Acababa de recordar una cara que cada día se asomaba a su cuna al anochecer y que, tras la visita de unos extraños a su madre, dejo de asomarse. No supo que le dijeron, pero ella se echó a llorar desconsoladamente.
Ahora estaba seguro, quien le sonreía entre las nubes era su padre.

 Valladolid, 23 de mayo de 2016.

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