El chorizo de mi jefe salía con su Mercedes cuando salté sobre él, aprovechando un semáforo en rojo. No tenía escapatoria, la estaca que le clave en el corazón sobresalía un palmo y su cara reflejó una sorpresa infinita, hasta que el tanatopractor cumplió con su cometido y lo devolvió al género humano.
El pasajero del taxi vecino miró estupefacto la escena, pero siguió su camino para evitar problemas. Aquel no era un buen barrio y él debería estar en otro lugar.
Al fondo sonaba quedamente una música de jazz, mientras un ciego hacía resonar su bastón en el empedrado húmedo del callejón. Algún cliente había dejado entornada la puerta del club y la música lo abandonaba, envuelta en las compactas nubes de humo de los habanos de contrabando.
En la celda, las hojas del calendario volaban como aves del paraíso. Yo sentía mariposas en el estómago cada vez que pensaba en ella. Aquél autobús la alejó de mí una noche oscura y no reuní el valor suficiente para acompañarla.
Solo tenía aquel bolígrafo para recordarla y lo usé sin piedad. Nuestra historia se convirtió en un libro triste que quedó en una estantería. Nadie nos recordará ni hablará de nosotros, somos desechables como las bolsas de papel de un supermercado.
Mi abogado no comprendió que yo ya me había juzgado y sentenciado, pero el proceso me permitió exponer a la luz sus turbios manejos y su negro corazón. Ella solo quería cantar blues, pero tenía una voz de ángel en un cuerpo de pecado.
Desde entonces cuelgo de un leve hilo, como un funambulista ciego que no sabe cuándo llega al final.
Bartolomé Zuzama. Valladolid, 25 de enero de 2016.
uffff!!!!! se me ha helado el corazón al leerlo…. Qué historia más negra