El sol ilumina sus profundas arrugas cuando sale al patio solo, como cada día, cumpliendo la pena de aislamiento absoluto. Separado del resto de internos, su único refugio es la compañía que le proporcionan los escasos y manoseados libros de la biblioteca y el, de momento, ilimitado suministro de basto papel para escribir, eso sí, con un lápiz que va menguando de igual manera que su esperanza y su salud.
Lleva confinado en aquel presidio más de diez años, sin oír más voces que las de quienes se turnan para vigilarlo y llevarle la comida. Su único delito fue incitar al pueblo a pensar, a rebelarse contra la injusticia y el orden establecido, a exigir libertad y honradez en sus gobernantes. No le mataron para no convertirle en un mártir, simplemente le sepultaron en vida en mitad de la nada.
Al menos diez personas, entre las que había varios niños, fueron masacradas en la represión de las manifestaciones pacíficas convocadas por sus seguidores. Él fue su juez más severo cuando se enteró, el primero en encerrar entre muros su alma y su mente.
Niños como sus hijas, de las que se acuerda cada vez con más frecuencia, mientras sus rasgos se van difuminando poco a poco en su memoria. Aquellas hijas de las que no ha vuelto a tener noticias desde su detención. Recuerda especialmente cómo les gustaba jugar en el pasillo de casa, fresco y agradable en contraste con el calor agobiante del exterior. Se acuerda de sus carreras, de su vida y de su espíritu libre y alegre.
En las pesadillas la imagen de sí mismo aparece distorsionada, dividida y fusionada a la vez. Por un lado, el monstruo sediento de poder y gloria que proclaman los partidarios del régimen, por otro, el luchador por la libertad, amante de la paz y el diálogo; el padre, el amigo, el profesor. Quizá no es nada de eso o todo a la vez. Tendrá que vivir con ello lo que le queda de vida.
Seguramente sus escritos morirán con él y no los leerá nadie, pero son las alas que le permiten dejar atrás unos muros que le aprisionan por dentro y por fuera. Al principio escribía para justificarse, para intentar perdonarse a sí mismo; progresivamente fue dejando atrás el pasado y comenzó a explorar, a arriesgarse, a trascender. Su mente, desconectada cada vez con mayor facilidad de esta realidad, lo traslada a infinitos mundos paralelos mientras reduce sus necesidades vitales. Cada vez necesita menos y es menos dependiente, menos prisionero, pronto no necesitará nada y será completamente libre.
Gradualmente la sombra crece en el patio. El día va cediendo paso a la noche, y los sueños, como siempre, se transforman en pesadillas.
Valladolid, diciembre de 2015.