Abro un libro al azar. Lo he cogido del estante superior de la estantería repleta de polvo y olvido junto a la chimenea, donde unas telas de araña reflejan la luz que llega del patio.
Hacía más de dos años que no venía a esta casa. Tras inspeccionar las plantas superiores me he acercado a la sala y al contacto con el libro mi mente ha dado un salto atrás en el tiempo y los recuerdos acumulados han comenzado a manifestarse de una manera peculiar.
Como si estuviera en el antiguo cine de mi barrio y en un sepia desvaído, se proyectan ante mis ojos antiguas veladas junto al fuego, mientras en el exterior reinaba la oscuridad. Una oscuridad real, la del calendario, y otra moral, la que pesaba sobre la gente y sus libertades. Oscuridad de toque de queda y miseria, oscuridad de cirios y rogativas, oscuridad de banderas y consignas monolíticas.
Visualizo escenas de reuniones familiares vespertinas e incluso puedo oler el aroma del requesón y del queso de cabra depositados en un pequeño cesto de mimbre. «Son para don Jaime», decía María, la vecina, «lo acaba de traer mi marido de la finca. ¡Como sabemos que le gusta tanto!» María, la vecina eterna, familiar muy lejano de mi abuela. Junto con su marido, cuidaban la finca de un señor que vivía en la capital y que únicamente pasaba en ella alguna semana a principios de verano, cuando los días eran mas largos y el calor soportable. El que acudía periódicamente a visitarles era su secretario, encargado de cobrar en metálico y en especies los resultados de la explotación. A llevarse la parte del león, porque a los apareceros apenas les quedaba para malvivir. Aún así regalaban parte de los suyo a Don Jaime y su familia cuando venían de la capital a pasar unos días.
Don Jaime, siempre a la cabecera de la mesa, en el lugar de honor. Sotana negra y alzacuellos permanentemente abrochado, amplias gafas negras de pasta y tonsura. Cabeza de familia sin responsabilidades de paternidad, faro y guía de la moralidad y las buenas costumbres, ejemplo preclaro que señalaba el camino a seguir.
Se proyectan a continuación secuencias de vacaciones de Semana Santa, cuando de pequeño acompañaba a mis abuelos al pueblo para dar una vuelta a la casa y saludar a los vecinos. Eran relaciones con un cierto regusto feudal, porque la milicia y el clero simbolizaban la autoridad ante un pueblo poco culto y reprimido. Representaban al Régimen, que había encumbrado a consagrados y uniformados para premiar su apoyo inquebrantable desde el golpe de estado.
Días de silencio y negrura. Silencio quebrado por la música de las procesiones: bandas de cornetas y tambores uniformadas y similares unas a otras: la de la OJE, la de Cruz Roja o la de la Juventud Seráfica; quebrado por el rumor de rezos a media voz tras las persianas. Negrura en las calles, donde unas tristes bombillas, demasiado separadas, luchaban en desventaja contra la penumbra de las tardes de marzo. Días de aburrimiento programado: dormir, comer, un rato de lectura piadosa, visitas a templos y conventos, rosario y recogimiento antes de la cena y pronto a la cama, que hacia frío al alejarse de la chimenea.
Todavía siento ese frío húmedo de las sábanas, que mi abuela intentaba paliar metiendo entre ellas una bolsa de agua caliente antes de acostarme. Noto el peso de las innumerables mantas y del edredón que, junto al colchón de lana mullida, impedían que cambiara de postura en toda la noche.
Al día siguiente, el mismo ritual, solo modificado si la lluvia hacía su aparición y dificultaba el recorrido por los «Monumentos». Cuando eso ocurría, escuchábamos, en la vieja radio de válvulas y madera, las procesiones retransmitidas desde Sevilla o Madrid hasta la hora del rosario y la cena. Así hasta la tarde del Sábado Santo, cuando cambiaba el decorado.
Corte y primer plano sobre la mesa donde se preparaban las empanadas que, pasadas las doce de la noche y finalizada la Cuaresma, atacábamos con gula disimulada antes de acostarnos. El domingo de Pascua, ropa nueva, misa solemne y comida tradicional: frito pascual, empanadas y de postre ensaimada rellena de cabello de ángel. Después de comer y echar una cabezada tocaba hacer maletas y volver a la rutina. Regreso en un coche lento y sobrecargado que escalaba dificultosamente las cuestas, pero que era un símbolo de estatus.
Un crujido de la casa me hace perder el hilo y fijarme en el libro. Por puro azar he cogido un ejemplar de las Rondallas Mallorquinas. Éstas, junto con la Biblia y el Calendario Zaragozano, eran prácticamente las únicas publicaciones que se podían encontrar en las viviendas rurales, sin abrir en muchos casos, debido al analfabetismo. Publicadas a finales del siglo diecinueve, las Rondallas eran una pequeña ventana de libertad. Lo curioso era que el Régimen las tolerara, ya que estaban escritas en lengua vernácula. Con ellas aprendí mallorquín cuando era un dialecto mal visto y considerado plebeyo por las clases dominantes. El castellano era entonces la lengua culta y obligatoria, salvo en el ámbito familiar y en la payesía, donde se toleraba como un mal menor.
Como si un foco los iluminase, paulatinamente los recuerdos cambian a blanco y negro. Una generación va desapareciendo y la sustituye otra. Plano general de niños jugando en el jardín, debajo del gran níspero, reuniones familiares multitudinarias en torno a la comida, largas mesas y las mujeres levantadas sirviendo. En las noches veraniegas un dragón persiguiendo insectos junto a la bombilla del patio. La casa al completo en los veranos y desplazamientos diarios a la playa con niños, abuelos, sombrillas y toallas. Playas todavía vírgenes, pero en las que los turistas y el desarrollismo iban engendrando ladrillos y vallas donde no existían. Mejoraba la economía mientras el pueblo seguía en libertad condicional. Fundido a negro.
Claqueta; verano del setenta y cinco, maletas y nuevas localizaciones que pronto se teñirán de caqui y gris cuartelero. A partir de ese momento mis recuerdos son más escasos y selectivos al abandonar el entorno familiar y la isla.
A finales de ese noviembre la historia da un vuelco. Silencio y panorámica del Palacio de Oriente: largas filas de duelo público coinciden con alegres celebraciones en privado. La luz, amnistiada, inunda mis recuerdos, desaparece el blanco y negro. Menudean las visitas y disminuyen los recuerdos de la casa. Siguen años de transición y transformación acelerada. Cada vez somos más europeos, pero todavía no nos lo creemos. El caqui da un paso atrás y emprendo un nuevo rumbo vital.
Aparecen imágenes de libertad y cambio, de despilfarros y corrupción. El pueblo crece alrededor de la casa y aparecen bazares donde antes había huertas, colegios y centros cívicos en las antiguas eras. Fiestas, diversidad racial y crecimiento económico, los alemanes y los nórdicos nos invaden a golpe de euro, las pateras a golpe de mafias. Languidece el dialecto, sustituido por un idioma cooficial no centralista, pero igual de dominante.
Cada vez las escenas son más fugaces, pero luminosas y cercanas. Ha desaparecido una generación por completo y la siguiente hace cambios. La casa se adapta: caen paredes, el patio se ensancha, entra luz a raudales y la vida, salvo en verano, se traslada a la primera planta. La cuarta generación entra en escena. Los niños van creciendo y explorando la casa como ya lo hicieron sus padres. Aparecen bicicletas y maquetas de barcos, siguen las reuniones en torno a la comida en fiestas señaladas, pero ya hay hombres levantados sirviendo. La Semana Santa se ha trastocado, la oscuridad ha dado paso a los talleres familiares de empanadas, sazonados con risas y jolgorio laico.
La iluminación del fondo pierde brillo, la enfermedad, las visiones y la demencia lo trastocan todo. Arrasa la dependencia y la vida se traslada a la planta baja, en el resto solo queda el silencio. La casa se cierra salvo en contadas ocasiones, todos tienen ya otros planes. Los niños se van haciendo mayores y el pueblo se les queda pequeño.
Aparece la crisis, estalla la burbuja y nos pilla desprevenidos a todos. La sociedad se resiente y la involución se manifiesta, arrinconando las libertades. La oscuridad vuelve a amenazar; ministros y uniformados sobresalen en las procesiones de Semana Santa, muchos siguen añorando desfilar bajo palio. Mientras, el gobierno mira hacia los juzgados y los medios vendiendo una recuperación ficticia, casi todos somos más pobres y menos libres.
Los hombres de la segunda generación se desvanecen y con ellos la concordia familiar, las celebraciones ya no son iguales, las ausencias pesan.
La casa se va convirtiendo en una carga y a la vez en una solución para seguir adelante. Las llaves caen al suelo y hacen que abandone mis ensoñaciones. Tengo que acabar de revisarlo todo porque el comprador no tardará en llegar. Echo un último vistazo fuera antes de cerrar las persianas. Donde termina el jardín, el gran níspero y su sombra desaparecieron hace tiempo.
Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 6 de marzo de 2018