Noto que me sacuden suavemente para despertarme y la voz de mi padre que dice que me levante, que es la hora.
No sé por qué hoy me he acordado de aquellas expediciones de pesca por la bahía de Palma, quizá porque yo no he podido repetirlas con mis hijas. En el Pisuerga o en el Bernesga no es lo mismo.
La aventura comenzaba el día anterior por la tarde. Cuando el sol ya caía hacia poniente, arrastrábamos nuestra barca de apenas veinticinco palmos hasta la orilla y nos izábamos a ella con cuidado, no debía llenarse de agua. Para lo que íbamos a hacer no necesitábamos el motor, solo los remos, que mi padre empuñaba hasta llegar a la zona elegida.
Este es el mejor sitio, me decía siempre, el agua caliente que sale de la central térmica atrae a las gambas. En ese momento yo ocupaba su lugar, asía los remos y me convertía en el motor de la nave. Ya sabes, despacio y remadas largas, sin sobresaltos para no asustarlas, añadía.
Mientras yo bogaba haciendo un circuito de unos veinte metros de lado, él arrastraba por el fondo poco profundo un gambanero, especie de cazamariposas de mayor diámetro y malla más espesa. Periódicamente lo izaba y depositaba su contenido en un cubo de plástico.
No necesitábamos más luz que la de las farolas y la de las fachadas de los hoteles del pequeño paseo marítimo. Cuando consideraba que teníamos suficiente captura poníamos rumbo a la playa. Allí, y con la ayuda de una linterna, seleccionábamos de entre las algas y arena recogidas nuestro botín, unas pequeñas y transparentes quisquillas que servirían de cebo al día siguiente. Si el resultado había sido bueno, esa noche mi madre nos hacía para cenar una especie de tortilla riquísima con las sobrantes.
Sobre las cinco de la mañana me despertaba y nos dirigíamos al puerto. Había que desayunar adecuadamente y comprar más cebo, unas espléndidas lombrices que al parecer encantaban a determinadas especies. Un café con leche muy cargado y una ensaimada recién hecha constituían nuestro desayuno, en alguno de los bares de pescadores que ya estaban abiertos. Allí, junto a mi padre, me sentía mayor, rodeado de otros pescadores y tomando café con leche en aquellos vasos que, al mojar la ensaimada, parecía que se vaciaban de repente.
Tras comprar el cebo y desayunar montábamos en nuestro humilde coche, de segunda o tercera mano, y nos dirigíamos al lugar donde teníamos la barca. Antes de botarla subíamos los aparejos de pesca, una nevera rígida para la comida y luego guardar el pescado y el motor fueraborda. Sobre las seis de la mañana zarpábamos rumbo a Cabo Blanco o a Cala Figuera, según la temporada. Cuando prácticamente dejábamos de ver la costa, mi padre apagaba el motor y, sin echar el ancla, aparejaba las cañas y empezábamos a pescar.
Poco a poco la barca iba derivando según la corriente y las mareas. Pescar, lo que se dice pescar, pescábamos poco, pero seguíamos intentándolo hasta que el mar empezaba a rizarse con la llegada del embat, el viento que sopla en Mallorca de mar a tierra y que suele aparecer a partir de las doce, cuando el sol ya calienta.
Cuando empezábamos a movernos más de lo deseable, o cuando mi padre notaba el color verdiamarillento de mi cara, daba la orden de recoger y regresar. Algunas veces llegaba a tierra indemne, pero la mayor parte de ellas el desayuno y algún trozo de mi hígado quedaban flotando en la bahía tras devolverlo por la borda, como humilde tributo a Neptuno y a la madre que lo parió.
A pesar de navegar a menudo, hacerlo a motor era superior a mis fuerzas, pero eso no era importante. Salir de pesca era un pretexto para hablar de la vida, de sus ilusiones y e incluso de sus fracasos. Hoy ya no recuerdo gran cosa de nuestras conversaciones entre el cielo y el mar, pero me quedo con la certeza de que mi padre estaba convencido de que las cosas iban a cambiar radicalmente. Aunque en esos momentos el país comenzaba tímidamente a avanzar y a abrirse, creía que más pronto o más tarde la dictadura daría paso a sistemas más acordes con nuestro entorno.
Visto desde ahora, mi padre pecaba de un tremendo optimismo, puesto que tendría que pasar casi una década para que la democracia llegara, pero aquella visión y sus reflexiones calaron en mi interior sin que fuera consciente de ello.
Nuestra familia creció y dejamos de salir a pescar, lo que mis tripas agradecieron. Cuando de tarde en tarde regreso a la isla y veo el mar, pienso en los madrugones, las ensaimadas, y en aquellas conversaciones, y el recuerdo de mi padre vuelve a humedecerme los párpados.
Nota: Sostre es desván en mallorquín.
Valladolid, 22 de mayo de 2016.
cuanto me ha gustado¡¡¡¡¡¡¡¡¡