El primer café

coffee-751691_1920Estaba desayunando tarde, como corresponde a un día festivo, a pesar del confinamiento. En la radio trenzaban una tertulia sobre el retorno a los bares al acabar la cuarentena y dónde se tomarían la primera caña los oyentes, algo que en los países escandinavos me imagino que ni habrá pasado por su imaginación, pero aquí es «trending topic» y una necesidad vital. Tras varios testimonios siguiendo el tema propuesto, una mujer ha cambiado de tercio.  Ha confesado ante toda la audiencia que, antes de la primera caña, se moría por un café bien hecho y citaba un lugar en su localidad donde desearía tomarlo, como hacía cada mañana antes de la pandemia.

Esa conversación me ha hecho reflexionar sobre mis gustos, si yo era más de café o de caña y cual de esos productos elegiría para celebrar el día de la liberación. Ese dilema y su desenlace han retado a mi yo creativo, convirtiéndose en el disparadero idóneo para un peregrinaje sentimental por el tiempo y el espacio. A modo de gastronómico diario de viajes, intentaré volcar en el papel en blanco algunas de mis experiencias y opiniones personales relacionadas con los productos antes comentados. Mi humilde intención es que, al leerlo, sea como abrir una claraboya aromática que nos permita olvidarnos, al menos durante un rato, de las miserias del confinamiento.

Debo confesar que, aunque me gusta una caña bien tirada, deben darse las circunstancias adecuadas para ello como la temperatura, el horario y la disponibilidad de las marcas que me atraen. Esto no ocurre con el café, que me apetece en cualquier momento. Además practico una peculiar y personal costumbre. Si encuentro un sitio donde el café es muy bueno, me pido otro, para almacenar una sensación que no sé cuando volverá a repetirse. Por desgracia, eso ocurre menos veces de las que desearía.

Es sobradamente conocido que las virtudes de un buen café se incluyen en su propio nombre a modo de letras capitales: Caliente, Amargo, Fuerte y Estimulante. Por mi parte, y dado que en nuestra vida diaria no nos tomamos uno, sino más, yo añadiría una S. Ese de Situaciones o lugares donde lo tomamos, de Sensaciones que provoca en nosotros y de Social, porque, al menos en mi caso, su disfrute aumenta en buena compañía.

Por cierto, no os lo he dicho, pero a mi me gusta el café solo, sin más aditivos que el azúcar y, en contadas ocasiones, un ligero bautizo de orujo de buena calidad. Lo del azúcar sé que va en contra de lo que opinan los puristas, pero me da igual, bastante amarga es ya la existencia.

Me inició en el café mi abuela materna. Los días en los que, ya casi adolescente, dormía en su casa, me despertaba con una pequeña taza que llevaba a la cama, antes del desayuno. A pesar de que mi memoria funciona fatal, todavía recuerdo el aroma y el calor de aquella taza de café, que me hacía sentirme más adulto. Esas eran las ventajas de ser el primogénito con años de diferencia sobre el siguiente, además de ser un niño formal, educado y despegado de las faldas de mamá. Se me podía llevar a cualquier sitio sin que protestara o desentonara. Una joya de niño, vaya.

Otros cafés, ligados a mi entorno familiar, que recuerdo con nostalgia, eran los que tomaba a veces con mi padre, de madrugada, antes de salir a pescar. Café con leche en vaso y ensaimadas recién traídas del horno en alguno de los escasos bares abiertos cerca del puerto. Lástima que la mayoría de ellas acabaran luego en la bahía por el mareo. Cafés pequeños y estrechos, frecuentados a esas horas únicamente por pescadores y otros trabajadores invisibles.

Con horror estomacal recuerdo los cafés castrenses. Noches de guardia académica soportando el frío cierzo aragonés, con unos tabardos que habían conocido su juventud en tiempos del Cid y un brebaje horrible al volver de la garita que, eso sí, facilitaba de manera insuperable nuestro tránsito intestinal. La cosa no mejoraba cuando lo animaban con brandy Solera, pero de eso podría contar otras historias de hazañas bélicas.

Pensar en el café siempre consigue que evoque episodios y lugares felices. Nuestra memoria selectiva facilita eso, lo que le agradezco enormemente. Bastantes desgracias nos asedian todos los días. Ese oscuro y maravilloso brebaje, como una pócima mágica, consigue mover en sentido contrario las manecillas del reloj y restituir las arrancadas hojas del calendario, rememorando experiencias y sensaciones que constituyen una parte imprescindible de lo mejor de mi vida.

De aquella breve estancia en Milán por un congreso, allá por los noventa, recuerdo un ristretto diminuto e inolvidable cerca de la Piazza del Duomo. Además de su escasísima cantidad y su sabor perfecto, lo que se me quedó grabado a fuego fue la larga cuchara comunal para servirte el azúcar desde un azucarero colectivo. No lo he vuelto a ver jamás.

Los cafés franceses, perfectamente olvidables en lo que se refiere a la infusión, se salvaban por sus preciosas cafeterías, salvo que los tomases en un entorno laboral. En ese caso no los salvaba nada, salvo quizá, más recientemente, el milagro de las cafeteras de cápsulas. De Francia se me han quedado grabados a fuego otros productos, especialmente para un ratón como yo, pero no voy a hablar aquí de sus quesos. Mis papilas todavía se resienten del ataque de aquellas mostazas variadas de l´Ile du Levant, frente a Hyères, donde participé en unas maniobras con el 54 regimiento de artillería del ejército francés. La curiosidad me ha llevado a comprobar que esa unidad todavía sigue en la ciudad y en activo, casi treinta años después de lo que constituyó la única misión internacional de mi carrera castrense.

Este nostálgico y aromático viaje me transporta, con un inevitable salto en el tiempo, a Ecuador y los desayunos en el Hostal Madre Tierra, allá por el año 2000. Era un curioso alojamiento rural para mochileros, como decían ellos, cerca de Loja, casi en el Perú. Desde su terraza podíamos saborear, cada mañana, un café muy mejorable, un zumo de guayaba espléndido y unas vistas inenarrables del Valle de Vilcabamba o de la Longevidad. Nuestro contacto local decía que para dormir en un hotel ya lo haríamos en Europa, que teníamos que aprovechar para conocer el país real en el que estábamos.

Bastantes años más tarde, unos diecisiete, regresé a Latinoamérica, en concreto a Chile. Mis recuerdos cafeteros no los evoca precisamente la calidad local del producto. Se asocian principalmente al Starbucks próximo a la Plaza de Armas, en Santiago, por su wifi o a los desayunos en la cafetería de mi hotel, situada en el último piso, desde donde podía admirar las azoteas del centro de la capital y la Plaza de la Moneda, de infausto recuerdo. Me marché de Santiago sin conocer ninguno de sus famosos «cafés con piernas» elogiados por mis amigos chilenos, quizá la próxima vez que vaya.

Además de Santiago viajé a Concepción, al sur, por motivos de trabajo. Lo cito porque de esos días no puedo por menos que evocar la cara de asco que ponía mi amigo Bruno, un italo-chileno afincado en Milán desde hacía mucho años, cuando intentaba tragar el café de la sobremesa. Y eso que se lo preparaban especialmente para él y siguiendo sus instrucciones.

Mis experiencias cafeteras en el extranjero finalizan en un país donde esa infusión me ha generado, junto con Italia, las mayores satisfacciones sensoriales. Portugal y sus excelsas bicas, perfectas en cualquier lugar donde las degustes y sea cual sea la marca del producto.

Bicas como aquella de la Avenida dos Aliados en Oporto en la terracita de una «cafetaria» clásica. Como cualquiera de las de Lisboa, tanto en el Chiado, Alfama o cualquier otro barrio de una capital que te cautiva desde su decadencia elegante y discreta, ahora repleta de turistas.

Bicas como las que tomé en el pueblo de Almeida, con la sensación de haber regresado al siglo XVII y a las guerras fronterizas. Nada desentonaba en un casco antiguo limpio y perfectamente fiel a sus orígenes. Cuánto tendríamos que aprender de nuestros, aparentemente, retrasado vecinos del oeste, en lo referente a la conservación del patrimonio histórico. También en otras muchas cosas en las que no voy a extenderme, porque se me vería el plumero.

Mis más recientes recuerdos cafeteros de Portugal son del año pasado, entre primavera y verano. El primero de Viseu, ciudad que desconocía y a la que me llevó un proyecto muy interesante con jóvenes emprendedores. Otros en el Algarve, vacacionales. De Viseu, además del café perfecto como en todo Portugal, debo destacar los Viriatos, repostería exquisita que hay que probar, eso si, sin remordimientos posteriores por su carga calórica. Del Algarve añoro el café en una terraza junto al río en Portimao, tras degustar una deliciosa y sencilla cataplana de pescado en un pequeño restaurante para lugareños, oculto en el laberinto de callejuelas cercanas al puerto. Otro café con sabor y vistas excepcionales que archivé en mi memoria fue el de la Praia da Mareta, junto a Sagres. Una playa de lujo, prácticamente vacía debido a un viento incómodo y un agua helada, a pesar de estar en julio.

He reservado para el final mis cafés en suelo patrio, caracterizados por su enorme variabilidad. Muchos tan olvidables que ni los recuerdo. Otros merecen una mención aparte en este atlas personal de sensaciones y experiencias placenteras.

De mi tierra, esa Mallorca maravillosa destrozada por el maligno tándem de turismo desaforado y avaricia desatada, atesoro imágenes adheridas a mi memoria con el pegamento de la felicidad. Por desgracia, el abuso del torrefactado empañaba muchas veces el sabor y la calidad, lo que hace que mis sensaciones positivas estén más asociadas a experiencias no gustativas. Cafés de mi época de vagabundeo juvenil, al principio en aquella vieja y añorada Gucci-Hispania roja, de cambio de marchas en el depósito. Posteriormente en el viejo y veleidoso seiscientos que me dejaba tirado en cualquier cuneta cuando se ofendía. Veladores de mármol en oscuros bares de pueblos, donde todavía los parroquianos te miraban de arriba a abajo para hacerte la filiación y el ron de caña, o las hierbas dulces, eran imprescindibles para digerir aquel brebaje oscuro y amargo, a pesar del azúcar. La mixtura del café con el sabor salino del aire, en cualquier terraza frente al mar, produce siempre un resultado que merece la pena experimentar, aunque cada vez sea más difícil conseguir una mesa para lograrlo y la broma te salga más cara.

Málaga me impactó en su conjunto, aunque de allí destacaría el sabor perfecto, aunque caro, de una taza de café en el patio del Museo Picasso. También una sobremesa en un pequeño restaurante de la calle San Juan, donde ejecuté mi ritual de repetirlo para almacenar su paladar hasta la siguiente experiencia digna de ser contada. Dejando aparte el sabor, esa ciudad sorprendente tiene numerosos rincones para descubrir. A mí me impactaron especialmente dos, uno con degustación y otro solo de hallazgo.

El primero, cualquiera de las numerosas terrazas de la Plaza de la Merced. Allí hay que acercarse, sin excusa, al monumento del centro de la plaza. Está dedicado al General Torrijos y sus cuarenta y ocho compañeros, fusilados por orden de Fernando VII en 1831, en la playa de San Andrés, por defender una Constitución que el mismo y nefasto monarca había jurado, supongo que cruzando los dedos a la espalda. Recordad el «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional[1]».

El otro rincón que me sorprendió y que, de alguna manera, está relacionado con el anterior, es el cementerio inglés, junto a la plaza de toros. Recorrer aquella pequeña parcela y leer sus lápidas y túmulos es retroceder en el tiempo hasta batallas y hechos heroicos hoy prácticamente olvidados.

Doblo el mapa y salto a Santander, donde se sigue manteniendo la perfecta fusión entre el café y la brisa marina. Aunque la especialidad local son sus maravillosas rabas, no desmerecen degustaciones cafeteras como la del Cazurro en Arnía, admirando el mar chocando contra las rompientes al pie del acantilado. Más tranquilas e íntimas las del Santa & Co, un ecosistema completamente millenial cerca de la calle del Arrabal, en el casco antiguo.

Podría hablar de otras muchas experiencias ligadas a la negra infusión a lo largo de la piel de toro hispánica. La mayor parte de ellas recordadas por la compañía o el lugar, las menos por la calidad del género, lamentablemente.

Quiero cerrar el círculo en Valladolid, ciudad de acogida de la que puedo hablar con cierto conocimiento, tras muchos años de residencia. En mi barrio encuentras un café aceptable, dependiendo de los locales. Incluso el Nuberu ha recibido varios premios al barista de ámbito nacional. Las vistas son, por desgracia, de lo más normal, pero siempre han salvado la situación los acompañantes. El componente social que acompaña, por lo general, a esa infusión, puede compensar otros factores.

Quizá si tuviera que elegir un único lugar para tomarlo me quedaría con el Continental, en la Plaza Mayor. Aúna buen café, un local agradable, una buena terraza y además tienes asegurado el entretenimiento, puesto que es la sala de reuniones oficiosa de la corporación municipal. Hay muchos otros sitios, algunos destacables por sus vistas a un río desperdiciado todavía, e incluso otros en el alfoz dignos de mencionar, pero sería alargar demasiado.

No se si habré conseguido mi objetivo al escribir esto. Deseaba que, prendados del aroma del café, abrierais de par en par las ventanas de vuestra mente y os dejarais arrastrar a una excursión sensitiva que amortiguara el efecto de la reclusión, al menos durante un momento. Uno suficiente como para tomar impulso y fuerzas para resistir hasta un final, que cada vez está más cercano.

Tras las reflexiones anteriores sigo sin decidirme. Quizá lo más importante no sea lo que tomas, sino con quién y la felicidad de volver a retomar tu vida, que con total seguridad será diferente a la de antes de la pandemia.

Mi conclusión, tras ese viaje sensorial y emotivo, sería que por el café y otras muchas cosas más, mañana mismo o cuando pueda, hago las maletas y me exilio a Portugal.

 

Bartolomé Zuzama i Bisquerra. Valladolid, 27 de abril de 2020

[1] El 10 de marzo de 1820, Fernando VII el Deseado -curiosa paradoja- publicaba el Manifiesto del Rey a la Nación Española en el que refrenda su decidido apoyo a la Constitución de Cádiz de 1812.

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