Ni madera ni maneras

Nicomedes estaba de bajón.

Tras su asistencia, la tarde anterior, a la presentación de la novela de un reputado y conocido escritor, se había dado cuenta de que su parecido con el mismo era similar al que hay entre un huevo y una berenjena, es decir inexistente.

Envueltos en un aura artística y en una maravillosa displicencia, el autor y las personas que iban a elogiar su obra se sentaron en la mesa de presidencia de aquella majestuosa sala que rezumaba creatividad y arte por todas sus grietas y desconchones. Una deportiva americana a juego con la camisa, naturalmente sin corbata, daban más glamour y empaque artístico al homenajeado. Elegantemente despeinado y con una voz que acariciaba la mente de los asistentes expuso, tras las oportunas presentaciones, la intrahistoria de su obra.

Entre el embelesado público, a alguna señorita de edad provecta solo le faltaba levitar mientras clavaba sus entornados ojos de gacela enamorada en el autor. Cuando llegó el turno de preguntas no faltaron los que, como siempre en este tipo de eventos, se lanzaron a la palestra con la íntima y jamás reconocida intención de escucharse a ellos, más que interesados por las respuestas ajenas. Cuando finalizó el acto rodearon al autor en un círculo cerrado de abrazos y lisonjas, pugnando por ser los más cercanos al mismo y de paso, evitar compartir con otras personas su bendición de artista reconocido.

Nicomedes abandonó la sala camino de su casa, pensando en la ración de oreja rebozada que iba a meterse entre pecho y espalda en el Bar Jaén, empujada por un par de cañas. Con eso y algo de fruta al llegar a casa ya estaría apañado y mañana será otro día. Jacinta, su mujer, que había preferido quedarse en casa, ya habría cenado.

No supo si fue la abundante grasa de la oreja, las cuatro cañas o el impacto de la presentación, pero de madrugada se despertó y, tras vaciar su repleta vejiga con mucho cuidado para no despertar a la santa que dormía plácidamente a su lado, empezó a darle vueltas a la cabeza al haberse desvelado.

¡Quién le mandaría a él meterse en eso de la literatura! Cierto que a lo largo de su vida profesional había tenido que escribir mucho, pero eran documentos oficiales, memorias e informes que no tenían nada que ver con lo que ahora pretendía. Como disfrutaba de mucho tiempo desde su prejubilación, creyó que sería una actividad interesante y mucho más elegante y entretenida que el yoga o los bailes de salón en un centro cívico. Pensando que le inspiraba Erato, al parecer había sido más influido por la gemela malvada de Talía.

Cómo envidiaba a todos esos escritores y escritoras reconocidos que, para inspirarse y documentar su obra, viajaban a preciosas villas junto al mar, deambulaban por bibliotecas y archivos y se carteaban con eméritos miembros de la academia o de la biblioteca nacional. Para documentarse, él tenía que buscarse la vida y agradecer al padre Google y a la madre Wikipedia su permanente ayuda e información.

Otro motivo de insana envidia era el hecho de que, acompañando a la mayoría de las y los escritores reconocidos, existían unas maravillosas y abnegadas parejas que les idolatraban y eran sus primeros fans. Él no tenía motivos de queja por la mayoría de su vida en común, pero su Jacinta se parecía más a un troll que a un fan. Las pocas veces que le había mostrado su obra, o se la había criticado o no la había entendido, lo que había minado todavía más su diminuta autoestima literaria.

Mientras que ellos leían y citaban autores del olimpo literario sin despeinarse, Nicomedes disfrutaba devorando enormes bestsellers de los que, la mayor parte de las veces, apenas recordaba más que el título. Cierto era que desde que se matriculó en aquel taller de escritura, sus gustos se iban puliendo y había sido capaz de volver a abrir algún libro de poesía, radicalmente diferente a aquellos versos de Bernardo López que tenía clavados en su mente desde el bachillerato:

Oigo, patria, tu aflicción,

y escucho el triste concierto

que forman, tocando a muerto,

la campana y el cañón….

Se los imaginaba despertándose y, tras enfundarse en un cómodo y elegante batín, recoger una olorosa taza de café de manos de su enamorada pareja. Portando con gracilidad y donosura la taza los veía caminar hacia un despacho evocador y luminoso, con estanterías repletas de libros y una ventana sobre la bahía. Siempre había una preciosa bahía. Debido a su situación familiar, él se despertaba solo y tras desayunar, se calzaba el plumero y la escoba para cumplir con sus obligaciones antes de poder ponerse a escribir en la antigua habitación de una de sus hijas, reconvertida en despacho creativo. Tristemente la ventana no daba a ninguna bahía, sino a las terrazas donde las vecinas de enfrente tendían tristes calzoncillos y calcetines desparejados, que no incentivaban para nada su creatividad. Todo parecido con los grandes era mera coincidencia.

Su mente atormentada saltó a otro de sus motivos de queja. Mientras ellos se permitían publicar en conocidas editoriales de maravillosos y estudiados nombres, seguramente pudiendo elegir entre varias, él había tenido que sufragar la edición de su primera obra, de la que, aun así, estaba muy orgulloso.

Decididamente no tenía ni madera ni maneras de escritor, algo tendría que cambiar irremisiblemente, y con este pensamiento se quedó dormido.

Cuando el rayo de sol procedente de la ventana consiguió despertarle, percibió un nauseabundo olor que al parecer procedía de su cama. Quizá la oreja estaba en mal estado y había ocurrido un desafortunado accidente sin darse cuenta, pero le daba la sensación de que había algo más, porque no sentía los brazos ni las piernas.

Hizo un esfuerzo y se irguió, reflejándose en el espejo que había sobre la cómoda. Su último pensamiento antes de comenzar a gritar fue para Gregorio Sansa, que de esa cita sí que se acordaba. Después resbaló hasta la alfombra donde quedó varado como lo que era, una enorme y repugnante babosa gris. metamorfosis

Valladolid, 7 de mayo de 2017

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